El Mercurio20 de julio de 2018

 

 

 

Por Lucia Santa Cruz

Una amiga muy lúcida dice que la defensa de los derechos de las mujeres no es lo mismo que el feminismo, tal como la preocupación por los pobres no es lo mismo que el marxismo. Ambas afirmaciones son igualmente falaces y, al igual como el marxismo no resolvió la pobreza, el feminismo no mejorará la situación de la mujer.

La distinción entre ideología feminista e igualdad de derechos apela a quienes rechazamos la moda imperante, e insistimos en cuestionar las ideas que nos avasallan y devienen en verdades incuestionables.

El feminismo doctrinario, en casi todas sus versiones, se sustenta en premisas que están lejos de ser verdades axiomáticas y merecen una reflexión seria. Sostiene, entre otras, que las evidentes diferencias físicas y psicológicas objetivas y empíricamente comprobables entre hombres y mujeres no tendrían consecuencia sobre sus comportamientos, por cuanto toda diversidad en las características, aptitudes o preferencias sería 'socialmente construida' y puede, por eso, ser 'deconstruida' por la acción coactiva del Estado. El feminismo asevera que estas diferencias responderían a un diseño premeditado por un patriarcado abusivo, que históricamente ha llevado a la opresión sistemática de las mujeres, con el objetivo explícito de mantenerlas en la subordinación. Pero la verdad es que tanto hombres como mujeres, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, han estado sometidos a la miseria, las hambrunas, las pestes y la sumisión; y no es para nada evidente que haya sido el género el principal factor de discriminación. Es difícil discutir que la condición de la mujer del señor feudal en la Edad Media haya sido infinitamente superior a la de un campesino hombre, al igual que la situación de las estudiantes mujeres que hoy protestan es infinitamente mejor, a pesar de sus dolores, que la de cientos de miles de hombres jóvenes que aún viven en Chile bajo la línea de la pobreza, muchas veces sin destino ni esperanzas.

Es evidente que hombres y mujeres hemos ocupado roles distintos, pero eso no significa que ellos hayan sido enteramente arbitrarios, pues de alguna forma han sido la respuesta a los imperativos de la mantención de la especie. En una época en que la expectativa de vida no era superior a 30 años, con altísimas tasas de mortalidad infantil, las mujeres debían tener múltiples embarazos para que sobrevivieran solo dos. Del mismo modo, cuando no existían sustitutos de la leche materna, era predecible que las encargadas principales de la crianza de los hijos hayan sido las mujeres; e igualmente previsible que hayan sido los hombres los principales proveedores, cuando la producción dependía mayoritariamente de la fuerza física. Más aun, es anacrónico sugerir que los hombres hayan ocupado siempre monopólicamente el espacio público, relegando a las mujeres al espacio doméstico, pues dicha distinción entre lo público y lo privado no es posible antes de la modernidad. Por siglos, la unidad productiva en el sistema agrícola fue la familia, con una división del trabajo acorde a las ventajas competitivas de cada cual. Finalmente, si las mujeres hemos sido el género históricamente maltratado, ¿por qué somos demográficamente más fuertes que los hombres, vivimos varios años más en promedio y tenemos menor morbilidad?

Debo confesar que mis razones son de conveniencia: necesito un pasado del cual las mujeres podamos sentir un cierto orgullo, pues solo de una historia digna emergen mujeres poderosas; y me resisto al rol que me quieren endosar de víctima perpetua, incapaz de hacer valer mis derechos por mí misma. Finalmente, ¿alguien se ha preguntado lo que el feminismo está haciendo con los hombres, con su autopercepción y su autoestima? ¿Cómo se sentirán ellos al ser mirados como violadores, acosadores o abusadores congénitos?

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de Libertad y Desarrollo, publicada en El Mercurio.-