24 diciembre, 2020 

 

 

 

 

Cristóbal Aguilera
Abogado, académico Facultad de Derecho U. Finis Terrae


Intentar desprendernos de todo, no reconocer nada más que nuestro propio yo, solo provoca frustración; la frustración de quien busca algo que no existe, y que por eso jamás lo encuentra.


Desde que comenzó el período de Adviento, junto con mi familia hemos decidido rezar todas las noches delante de un pesebre que hicimos con palitos de helado. Y, como ya es tradición, después de un par de oraciones les cantamos una canción a Jesús y otra a María. Mientras entonamos la primera canción, mi hijo mayor de 4 años se ha acostumbrado a tomar la figurita del niño y mecerla en sus manos. La escena –como es obvio– me ha conmovido y me ha tenido pensando durante estos días: un niño pequeño se imagina tener en sus brazos a un niño aún más pequeño al que reconoce como su Dios. La canción –una típica oración de niños– termina así «Jesusito de mi vida (…) te doy mi corazón, tómalo, guárdalo, tuyo es, mío no».

La escena del pesebre es aplastante. Como decía Chesterton, de algún modo condensa las paradojas del cristianismo: «que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar a tocar las enormes cabezas de los animales». Un golpe de humildad, de realidad. Una revelación de nuestra condición humana.

Pero vivimos en un mundo que justamente se rebela ante nuestra condición de criaturas. ¿Caer a los pies de un niño, de un pobre niño cuya autonomía ni siquiera ha progresado? ¿Reconocer a ese recién nacido, que luego se dejaría golpear sin oponer resistencia, como nuestro Dios? ¿Qué tiene de Dios esa pobre criatura que ni siquiera encontró lugar en el mundo para nacer? ¿Ante ese pequeño debemos decir, junto a su Madre, «henos aquí, esclavos del Señor»?

La tentación de la protesta, de la indignación, de intentar desatar unas aparentes cadenas, siempre ha estado presente. El demonio fue astuto al tentar así a Eva y Adán: «seréis como dioses». La absolutización del yo es un imán que nos tira hacia nosotros mismos. Un imán que nos hunde, que nos ensimisma, como buscando en nuestro propio ser las respuestas a las preguntas existenciales que a todo hombre inquieta, como intentando descubrir en nuestra mera subjetividad un criterio objetivo de la verdad, del bien, como susurrándonos que somos nosotros mismos la causa y medida de todas las cosas.

¿Pero qué podemos encontrar en nosotros mismos? Ni aun en las cosas más básicas de la vida somos autónomos, independientes, autárquicos. Incluso para llegar a pensar necesitamos a los demás, pues alguien debe enseñarnos un lenguaje. Intentar desprendernos de todo, no reconocer nada más que nuestro propio yo, solo provoca frustración; la frustración de quien busca algo que no existe, y que por eso jamás lo encuentra. El hombre puede erigirse a sí mismo como el punto central del universo, puede crear ídolos que le obedecen y que siempre están disponibles pues él es su causa, puede llegar a decir «Yo soy el individuo» y nada más, pero la sentencia a esta doctrina ya está escrita en el último verso de aquel poema parriano: «Pero no: la vida no tiene sentido».

La vida, sin embargo, sí tiene sentido. Y el individuo es, de hecho –como decía Robert Spaemann– «un todo de sentido». Pero esto solo es posible de comprender en la medida en que aceptamos que nuestra radical individualidad, el ser quienes somos, únicos e irrepetibles, es el primer regalo que hemos recibido. Frente a la indignación y protesta, la autonomía y revancha, la alternativa es la gratitud. La gratitud es, en efecto, el sentimiento, la actitud, la disposición del espíritu que, poco a poco, nos permite descubrir la maravilla de nuestra condición de criaturas, junto con el sentido más profundo de la existencia.

Pero la escena del pesebre da un paso más allá. Nos muestra, en efecto, algo más por lo cual agradecer: los cristianos creemos en un Dios al que no le bastó con darnos este mundo y nuestra vida, sino que quiso ser Él mismo (también hoy) el principal regalo. Nos hallamos ante un misterio insondable, un don gratuito e inigualable, que nos lleva a encontrar nuestra propia dignidad en un niño pequeño, a quien podríamos incluso tomar en nuestros brazos, pero en quien podemos encontrar el sentido absoluto de nuestra vida y depositar todas nuestras esperanzas.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/cristobal-aguilera-el-pesebre-y-la-condicion-humana/

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