Carlos Peña


"No ha de ser fácil ser ministro de Salud en estos días en que los bien pensantes abundan, los expertos congestionan los matinales, los alcaldes saben epidemiología y los conductores televisivos aliñan el pánico."


En estos tiempos de pandemia han surgido de pronto personalidades que valen la pena, sujetos que podrán estar equivocados o ser levemente antipáticos; pero que al menos no son livianos, ni complacientes, ni demagogos, ni bien pensantes, ni solo sonrientes, ni moralizadores, ni justicieros, ni alarmistas, ni de aquellos (hoy día abundantes) que imaginan, al momento de decir o escribir algo, lo que suponen la galería quiere oír y se esmeran entonces en decirlo o escribirlo.

Una de esas personalidades es la del ministro Mañalich.

Es probable que la mascarilla en estos días lo favorezca, porque le ayuda a esconder el gesto de desagrado que ha de surgir en él cuando escucha a un periodista comenzar su intervención con la extraña fórmula “preguntarle…” (en vez de querría preguntarle, le pregunto, etcétera, o en vez de formular la pregunta sin indicar antes en forma retorcida el acto que se va a ejecutar), o cuando comienzan sus intervenciones con la advertencia de que la pregunta va “en directo” para tal o cual matinal como si eso cambiara el sentido intelectual del asunto, indicara que al otro lado de la línea hay una eminencia ante cuyo escrutinio debiera tener especial cuidado, o revistiera a quien pregunta de una autoridad especial.

La mascarilla, no hay duda, le ayuda no solo a contener el virus.

Debió borrar su cuenta de Twitter (quizá lo único que lo desmerece es que alguna vez haya decidido tenerla) después que alguien, escondido en las sombras de la red, lo amenazara a él y a su familia. Quiso bloquear al sujeto que le enviaba las amenazas; pero entonces se enteró que, a juicio de la Contraloría, era ilegal hacerlo y que las autoridades públicas no solo estaban obligadas (lo que es natural y correcto) a oír críticas, incluso destempladas, ácidas o mordaces, sino además a recibir amenazas e insultos de cualquier ocioso al que se le ocurra, amparado en el anonimato, formularlas. Es obvio que el contralor en esto se equivocó, porque si todas las autoridades están obligadas a recibir críticas, ninguna debiera estarlo a tolerar amenazas o a no defenderse frente a ellas de una manera tan inocua como no seguir oyéndolas o recibiéndolas.

No ha de ser fácil en estos días ser ministro de Salud debiendo, además de lo anterior, interactuar con una mesa social cada uno de cuyos integrantes no puede ocultar su anhelo de ser reconocido como un experto ante alguna cámara de televisión por la única y obvia manera en que logran se les preste atención: contradiciendo o echando algunas gotas de duda acerca del informe del ministro o haciendo de perdonavidas de algo que el ministro erróneamente dijo o hizo.

Menos fácil todavía si ha de lidiar cotidianamente con un tumulto de alcaldes cada uno de los cuales presume ser experto en manejo epidemiológico y lector de Nature, en saber qué hay que hacer y qué no, qué ritmo ha de tener la cuarentena, cuándo iniciarla y cuándo detenerla, para lo cual, sin rubor alguno, exhiben como único título para pretenderlo el que conocen la comuna en la que fueron elegidos (era que no).

Raymond Aron —el gran filósofo y sociólogo, cuyos comentarios orientaron la vida pública francesa— dijo alguna vez que la única pregunta que debía formularse frente a un momento de crisis, y antes de quejarse de quien estaba a cargo, era ¿qué haría yo en su lugar?

Lo más probable es que la cantidad de quienes miran escépticos al ministro no tienen la más mínima idea, ni siquiera un esbozo de respuesta, para esa pregunta, salvo medidas apresuradas y centradas solo en los intereses inmediatos de quienes suponen es su público o su electorado, medidas que si se tomaran en serio, conducirían a todos a poco andar, es probable, simplemente a un desastre.

No hay caso, en estos días inciertos sobran los bien pensantes que dicen que hay que hacer todo lo necesario para cuidar la vida; los curas involuntarios que piensan que la peste cambiará la escala de valores desde el frío individualismo a la cálida solidaridad; los ignorantes que se alarman por el solo hecho que aumenta el número de casos sin reparar que parte de eso se debe a que ahora se registra un tipo que hasta ayer no y que el aumento, salvo que medie un milagro, es inevitable; y quienes incurren en la tontera de achacar al manejo del ministro los males que se están hoy padeciendo, como si él fuera quien desató la peste o estuviera en sus manos espantarla, sin detenerse a pensar que cualquiera puesto en los zapatos del ministro trataría simplemente no de hacer que pase lo mejor, sino que lo peor vaya más lento.

Es de esperar entonces que al menos en la próxima conferencia de prensa los periodistas no empiecen de nuevo sus intervenciones con eso de “preguntarle” o la advertencia de que están “en vivo” (como si alguien creyera que se trata de una conversación de zombis). No vaya a ser cosa que se caiga la mascarilla del ministro y su verdadero gesto quede entonces al descubierto.

Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2020/05/03/78466/El-ministro-Manalich.aspx

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