[Reseña]
07 de septiembre, 2019
Mauricio Rojas
Director de la Cátedra Adam Smith de la UDD y
Senior Fellow de la Fundación para el Progreso
Ernesto Ottone ha escrito un libro que debiera ser leído por muchos. Marx y sus amigos (Catalonia 2019) es una excelente introducción a la historia o, mejor dicho, a la tragedia del marxismo. El autor nos conduce de manera ágil, informativa y seria por los dramáticos avatares de la ideología revolucionaria que mayor impacto ha tenido durante los dos últimos siglos y que alguna vez conquistó su corazón juvenil.
Marx y sus amigos. Para curiosos y desprejuiciados. Ernesto Ottone. Catalonia. 224 páginas.
El propósito de Ernesto Ottone, que sin duda logra, es brindarnos una “mirada laica”, es decir, fuera de la fe revolucionaria y el fragor de sus combates, de alguien que creyó en ella y que incluso fue parte de la historia que relata, pero que ya “no se considera un misionero de causa alguna”. Es, por lo tanto, un relato y una reflexión posmarxista de quien al inicio del libro nos deja, entre otras, una cita de Albert Camus que interpreto como el reconocimiento de una profunda deuda personal, propia de todos aquellos que han entregado parte de su vida a una causa que, más allá de sus intenciones, ha causado tanto mal y tanto dolor: “Nunca volveré a ser uno de esos, sean quienes sean, que admiten compañía con el crimen.” Recordemos que quien cita a Camus en su tiempo fue presidente de la Juventudes Comunistas de Chile y de la Federación Mundial de Juventudes Democráticas con sede en Bucarest.
La ocasión para realizar esta publicación está dada por dos efemérides: el centenario de la revolución rusa en 2017 y el bicentenario del nacimiento de Marx en 2018. Ambas están marcadas por el desplome del “socialismo real” y el reflujo de la potente ola revolucionaria que generaron las ideas del gran profeta del comunismo moderno. Ello ha hecho posible una reflexión más serena de lo que era habitual cuando primaban las “manifestaciones de fe religiosa” y las “condenas viscerales”. Sin embargo, a juicio de Ottone no todos han aprovechado la ocasión para enterarse y pensar: “Desgraciadamente, otros no tan jóvenes, algunos de los cuales están incluso en el Parlamento, pasaron incólumes la experiencia y continúan enarbolando con orgullo la bandera de la ignorancia.” Por cierto que no resulta nada de difícil entender a quienes apunta el dardo lanzado por el ex asesor estratégico del Presidente Ricardo Lagos.
El profeta de Tréveris
“Karl Marx, un genio con mal genio” se titula la primera parte del libro y está dedicada a estudiar la evolución y las ideas de quien fuese el tercer hijo de una importante familia judío-alemana de la antiquísima ciudad de Tréveris y que con el tiempo se transformaría en el gran profeta de la revolución comunista.
El recuento que nos ofrece Ottone adolece de cierta superficialidad, especialmente acerca de la formación del paradigma revolucionario comunista en el joven Marx, pero ello no desmerece su capacidad de brindarnos, en poco más de cincuenta páginas, un excelente retrato tanto de la obra como de la personalidad y las circunstancias en que vivió Marx. Con toda nitidez surge la grandeza de Marx como pensador revolucionario, su gran relato histórico y su deslumbrante profecía de raigambre religiosa sobre el advenimiento necesario de un paraíso terrenal, e igualmente su búsqueda de una “fundamentación científica” y de “las leyes de la historia” que harían inevitable el triunfo del comunismo, incluyendo su pronóstico apocalíptico sobre el destino del capitalismo y la necesidad de la violencia, así como de la “dictadura del proletariado”, para que la “prehistoria de la sociedad humana”, como Marx escribiría en 1859, pudiese ser superada definitivamente.
Junto con ello, Ottone no deja de destacar diversas contradicciones del pensamiento de Marx y, no menos, su pequeñez humana, su engreimiento intelectual, su intensa odiosidad para quienes no concordaban con él y sus juicios rayanos en el antisemitismo y el racismo. Sobre su odiosidad, compartida por su gran amigo y mecenas, Friedrich Engels, Ottone nos dice: “crearán una escuela de insultos que después retomará Lenin con entusiasmo y muchos revolucionarios contemporáneos”. Ante los análisis y las expresiones antisemitas de Marx, a nuestro autor no le queda sino confesar que “su (de Marx) referencia a los judíos me produce un profundo malestar”.
Y eso que Ottone no cita algunas de las expresiones más repugnantes donde Marx junta la odiosidad contra un adversario político con el racismo y el antisemitismo de una manera difícilmente superable. Esto es, por ejemplo, lo que escribe en carta a su amigo Engels refiriéndose al connotado líder socialista alemán Ferdinand Lasalle a quien llamaba “der jüdische Nigger” (el negro judío): Queda ahora completamente claro para mí que él, como demuestra su formación craneal y su pelo, desciende de negros que en su momento se unieron al éxodo de Moisés desde Egipto (asumiendo que su madre o bien su abuela, por el lado paterno, no se haya mezclado con un negro). Ahora, esta unión de judaísmo y germanismo con una sustancia básica negroide, debe dar lugar a un producto peculiar. La impertinencia de este tipo es también propia de un negro (“Nigger” es la palabra usada y subrayada por Marx).
Otro aspecto interesante que nos recuerda Ottone es la vaguedad de Marx sobre su utopía comunista. La descripción más enjundiosa de la misma la encontramos en La ideología alemana, una obra temprana de Marx y Engels (1845-46) en la que por primera vez se expone la teoría “materialista” de la historia: En la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.
Se trata de una utopía extraordinariamente banal que nos da una idea del universo de las ensoñaciones de Marx, donde ni siquiera hay fábricas o proletarios, sino pescadores, pastores, cazadores y… críticos. Con razón Ottone comenta que se trata de “una sociedad descrita en términos casi bucólicos donde el afilado cuchillo de la crítica de Marx y Engels parece dejar paso a una suerte de paraíso terrenal”.
Marxistas y renegados
La influencia de Marx se desplegará con fuerza después de su muerte ocurrida en marzo de 1883. En Alemania crecerá un significativo partido socialdemócrata de inspiración fundamentalmente marxista, si bien tanto Marx como Engels tuvieron muchas críticas a sus documentos programáticos (los programa de Gotha, 1875, y de Erfurt, 1891) por lo que consideraban su falta de claridad y radicalidad. Sin embargo, hacia fines del siglo surge, en el seno mismo de la socialdemocracia alemana, una intensa pugna entre socialdemócratas revolucionarios, fieles al mensaje profético-apocalíptico de Marx, y revisionistas o reformistas, que reconocerán las posibilidades de mejoramiento de las condiciones de vida populares dentro del capitalismo vía luchas sindicales y reformas parlamentarias.
Este conflicto se repetirá en muchas otras partes y señala el nacimiento de lo que con el tiempo llegaría a ser la socialdemocracia moderna, con su rechazo al uso de la violencia y a toda forma dictatorial, así como su aceptación irrestricta de la democracia y de un capitalismo reformado. Tal como nos recuerda Ottone, la figura más destacada de este abandono temprano del paradigma político de Marx es Eduard Bernstein que en 1899 publica un libro, Las premisas del socialismo y los objetivos de la socialdemocracia, “que revolverá estruendosamente el gallinero”.
La lucha entre “renegados” y marxistas revolucionarios será durísima y, a partir del triunfo de Lenin en Rusia, conducirá a una condena brutal de la socialdemocracia, que durante largos períodos será calificada, lisa y llanamente, de “socialfascismo” por los comunistas y sindicada como el principal enemigo de las luchas proletarias (incluso al extremo de llegar a justificar alianzas temporales entre comunistas y nazis para oponerse a la socialdemocracia).
Al final del día, tal como Ottone lo indica en diversos pasajes del libro, los socialdemócratas fueron los únicos “amigos de Marx” que cuando tomaron el poder promovieron verdaderamente el progreso social evitando la dictadura y el totalitarismo. Para ello les fue necesario alejarse de la perniciosa influencia del mesianismo de Marx y sus ensoñaciones apocalípticas. Así, concluye Ottone con la perspectiva que da el presente, “el gran vencedor es finalmente Bernstein”.
Un recorrido por la casa del terror
La historia de quienes no renegaron del profeta de Tréveris constituye gran parte del resto del libro de Ottone. En múltiples ocasiones tomaron el cielo por asalto (la expresión es de Marx refiriéndose a la Comuna de París de 1871), pero siempre terminaron reprimiendo, depurando y matando, aniquilaron la libertad donde pudieron y prolongaron la pobreza, incluso llevándola a límites extremos, como en las hambrunas de la Rusia estaliniana de los años 30 (más de tres millones de muertos en Ucrania y las regiones del Volga según Ottone, cinco millones en toda Rusia según Anne Applebaum ) o la China de Mao durante el demencial “gran salto adelante” de 1958-1961 (“murieron 38 millones de hambre y agotamiento”, comenta nuestro autor). Su creación más notable y deplorable es el totalitarismo moderno.
Fue en Rusia donde todo comenzó de veras y por ello los avatares de este país-imperio, luego convertido en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), ocupa un lugar preferencial en las partes dos y tres del libro que estamos comentando bajo el título de “Los amigos de Marx en acción”.
Los actores principales del drama ruso son bien conocidos –Lenin, Trotski, Stalin, Kámenev, Zinóviev, Bujarin, entre los bolcheviques; Plejánov, Mártov, Zasúlich, Kerensky, entre los mencheviques y los socialistas revolucionarios– y también lo son los hechos que conducen a la toma del poder por parte de Lenin y sus seguidores en 1917. La galería de retratos personales que dibuja Ottone es muy buena, destacando, de comienzo a fin, la voluntad implacable de poder de los bolcheviques, su total indiferencia ante los costos humanos de su asalto al cielo y la centralidad de partido, como eje y guía indisputado de la revolución.
Lenin es descrito de manera insuperable usando palabras de Máximo Gorki: “Lenin ama solo a los hombres del futuro”. Él y Trotski, el brillante orador y temible jefe del Ejército Rojo, quedan bien retratados a propósito del brutal aplastamiento del soviet revolucionario de la base naval de Kronstadt en 1921: Ellos (los marineros de Kronstadt) se rebelaron entre el 1 y el 18 de marzo de 1921 contra las autoridades bolcheviques, reclamando mayor autonomía para los soviets, la legalidad de los demás partidos revolucionarios y la restauración de algunos derechos de los trabajadores que consideraban que no eran respetados. La respuesta de Lenin y Trotski fue brutal; ellos no estaban dispuestos a aceptar ninguna oposición, convencidos de los beneficios del terror en plena guerra civil. Lenin estaba seguro de que no podía haber revolución sin pelotones de fusilamiento; Trotski pensaba que había que terminar de una vez con la “charla papista-cuáquera de la santidad de la vida humana”. En consecuencia, aplastaron a sangre y fuego la rebelión a través de fuerzas militares y artillería.
En suma, “el rol de la violencia para Lenin no es teórico ni limitado, sino vasto y temiblemente real.” Y lo mismo se puede decir de Stalin, Mao, Pol Pot o los Kim. Pero no se trata en el fondo de personalidades enfermas o excepcionales, sino de una manera de pensar que permea al conjunto de los movimientos comunistas: que el fin deslumbrante por el que se lucha justifica todos los medios, por terribles que sean, que haya que usar aquí y ahora para poder alcanzar ese fin luminoso el día de mañana. Algunos optarán tácticamente por el parlamentarismo o por la lucha cultural, a lo Gramsci (muy bien presentado por Ottone), cuando ello convenga o sea necesario. Como dijo Lenin tempranamente (en el primer número de su periódico Iskra de diciembre de 1900): La socialdemocracia no se ata las manos, no limita sus actividades a un plan cualquiera previamente preparado o a un solo procedimiento de lucha política, sino que admite como buenos todos los procedimientos de lucha, siempre que correspondan a las fuerzas de que el partido dispone y faciliten el alcanzar los mejores resultados posibles dadas determinadas condiciones.
Y por si alguna duda hubiera quedado acerca de si “todos los procedimientos de lucha” incluían también al terrorismo, Lenin volverá un poco más tarde, en el cuarto número de Iskra, a abordar el tema: En principio nunca hemos rechazado, ni podemos rechazar, el terror. El terror es una de las formas de acción militar que puede ser perfectamente adecuada e incluso esencial en un momento definido de la batalla.
En todo esto sus seguidores serían fieles a su maestro, incluso llegando a superarlo, cosa nada fácil, en el uso de métodos bárbaros para acercarnos al paraíso prometido. De Stalin Ottone dice: Carece de todo sentido moral; la violencia es parte de la vida, y el valor singular de la vida humana, una quimera. Para él la vida es un bien abundante, fugaz y desechable.
Sus asesinatos son incontables, no menos entre la vieja guardia bolchevique. La verdad es que nadie ha matado a tantos comunistas como Stalin.
De Mao Ottone dirá prácticamente lo mismo: No se hace ningún problema con la aplicación del terror y el exterminio de sus opositores (…) Considera la guerra, incluso la guerra nuclear, como parte de la política (…) Podría morir la mitad de la población, pero terminaría con el triunfo de la revolución; en ese sentido, su concepción del valor de la vida humana es muy relativa.
Y así continúa el desfile de personajes, algunos más detestables que otros pero todos amantes del poder omnímodo: Pol Pot (en términos per cápita el más asesino de todos con cerca de dos millones de muertos o una cuarta parte de la población de Camboya), Ho Chi Min, la dinastía Kim, Castro y los incontables jerarcas del viejo bloque soviético.
Los comunistas italianos – como PalmiroTogliatti y, en especial, Enrico Berlinguer– son quienes salen mejor parados y los que inician el distanciamiento más consecuente de la dictadura soviética y del credo antidemocrático del marxismo-leninismo.
Hasta llegar así al derrumbe del coloso soviético, aplastado por su propia falta de libertad, inmovilidad y su gerontocracia cada vez más penosa. Así recuerda Ottone los tiempos de un Leonid Brézhnev que competía en senilidad con el régimen que presidía: era penoso escuchar sus discursos y difícil de entender los sonidos arrastrados e inciertos que emitía su boca, que se abría con dificultad en un rostro semiparalizado (…) En verdad, cuando en los congresos del PCUS el buró político subía al escenario, parecía un desfile de almas en pena.
En 1989 caía el muro de Berlín y en 1991 terminaba la historia de la Unión Soviética, dando paso al poco tiempo a un nuevo autoritarismo representado por Vladímir Putin y a “un capitalismo más bien bribón, sin otra regla que la del más fuerte y el más pillo”. A su vez, China había iniciado ya a fines de los años 70 una revolución capitalista asombrosa bajo la guía de Deng Xiaoping, “pero sin concesiones en mantener con puño de fierro el poder del partido”. Vietnam, por su parte, no tardará en seguir el modelo de capitalismo autoritario chino. Así terminaba la sangrienta epopeya iniciada en 1917, quedando solo algunos resabios cada vez más anacrónicos e insignificantes, pero no por ello inofensivos, como Cuba o Corea del Norte.
Del grotesco Nicolás Maduro (¿tal vez también de Hugo Chávez?) Ottone solo dice, con razón, que resulta duro imaginarlo “como un amigo de Marx, ni siquiera lejano, a lo más un conocido. Entre los amigos que hemos descrito hay algunos muy malos, pero no tan zafios, creo yo”.
Un partido perfectamente esquizofrénico
Ernesto Ottone también le dedica algo de espacio a los aconteceres del marxismo latinoamericano y entre ellos al chileno. A mi juicio, lo más interesante aquí es la descripción de lo que el autor conoció bien, el Partido Comunista en los tiempos anteriores al golpe militar del 73: El Partido Comunista era un partido de raigambre histórica entre los trabajadores; sus dirigentes eran en su mayoría gente sencilla y bien portada. Habían logrado construir un partido perfectamente esquizofrénico: prosoviético sin fallas, capaz de apoyar con entusiasmo la invasión a Checoslovaquia (después de haber comentado poco antes cuán interesantes eran las reformas de Dubček), ortodoxo de misa diaria en la defensa del marxismo-leninismo, fiel a la concepción de la destrucción del capitalismo y de la desaparición del Estado como horizonte final, pero a la vez entusiasta de la vía no armada, de las alianzas, sin problemas en llegar a los compromisos necesarios que consideraba beneficiosos para los trabajadores, capaz de practicar un activo reformismo y mostrar un gran sentido común abierto y bonachón con intelectuales y artistas que en buena parte giraban a su alrededor. En verdad, más allá de su definición doctrinaria, era más reformador que subversivo y se sentía confortable en las estructuras de la república, por supuesto criticándolas acerbamente y proponiendo un cambio radical.
Para luego agregar lo siguiente, tratando de entender las responsabilidades de la izquierda por los hechos que desembocarían en lo que caracteriza como “una contrarrevolución feroz”: No fue menor tampoco que los sectores más izquierdistas de la coalición procuraran permanentemente sobrepasar el programa y radicalizarlo en los hechos y simbólicamente, cosa a la que se opusieron sin éxito los sectores más sensatos, en particular el Partido Comunista y el mismo presidente Allende. Pero también contribuía la contradicción entre la práctica reformista y su apoyo a los países del socialismo real, como también su posición doctrinaria, que no rompía con la idea de la dictadura del proletariado ni renunciaba claramente a ella para un futuro difuso.
Creo que esta es una descripción que en lo esencial sigue caracterizando al Partido Comunista: perfectamente esquizofrénico, cantándole loas a dictadores y violadores contumaces de los derechos humanos más elementales y a su vez plenamente inserto en las prácticas democráticas de nuestro país y con un discurso para consumo interno de defensa de los mismos valores que constantemente pasan a llevar sus admirados amigos cubanos, venezolanos o norcoreanos.
Idealismo y totalitarismo
Marx y sus amigos se cierra con un breve epílogo en el que el autor vuelve a Marx, realzando, desde una perspectiva posmarxista, es decir, “de un Marx sin marxismo”, lo que define como una “contribución intelectual gigantesca”. Sin embargo, nuestro autor sabe que de esta manera está separando lo inseparable y, sobre todo, dejando de lado aquello que hizo de Marx aquel personaje trascendente que de manera tan profunda impactó en la historia contemporánea: El Marx político es inseparable del Marx teórico; se alimentan uno del otro. Es el que lo vuelca a las calles y el que crea a sus amigos, cuyo protagonismo histórico hemos analizado. Podemos separarlos por razones metodológicas, pero un Marx pálido de gabinete no existió nunca.
Al final del día, haciendo las sumas y las restas, Ottone llega a una conclusión sobre la actualidad de Marx que, vista la terrible historia que desfila por las páginas del libro, no deja de ser sorprendente: Lo particular entonces respecto a Marx es que pese a ello continúa estando presente más allá de sus aciertos y errores en el debate político e intelectual. Como hemos visto, su presencia es a veces mayor y a veces menor, pero nunca está ausente. Ello se debe quizás a que, más allá de los acontecimientos, él propone una ética de las relaciones humanas, una promesa laica, prometeica de un futuro libertario, aunque este parece no llegar nunca, pero que deja una ventana entreabierta al ser suficientemente vago como para que los duros hechos no terminen de aplastarlo.
Dada esta conclusión, que finalmente reivindica a Marx como una figura libertaria, surgen algunas preguntas necesarias: ¿cómo pudo surgir de ese mensaje ético tanta brutalidad como la que refleja gran parte de la historia del marxismo? ¿O es que los amigos de Marx nunca lo entendieron? ¿Fue todo un trágico equívoco?
Ottone sabe que no es así y lo explica de la siguiente manera: Se trata de una ética que pretende tener una base aparentemente objetiva y que plantea la redención del colectivo, algo que el pobre ser humano siempre busca con angustia. Ya no será, como dijo Adam Smith, que el egoísmo individual generará la virtud colectiva, sino que el interés colectivo evitará el egoísmo individual al imponer el bienestar de todos. Naturalmente esta visión –como todas aquellas demasiado categóricas– tendrá el defecto de vulnerar la complejidad humana al introducir de lleno la moral en la economía y quitarle su autonomía relativa, abriendo paso así a que las sociedades que la aplicaron en la historia real se transformaran en sociedades totalitarias.
Se trata de una conclusión no del todo descaminada, pero que merecería una reflexión más exhaustiva ya que es justamente en esta asombrosa transformación del idealismo extremo, con su promesa de redención definitiva de la humanidad, en el mal extremo, con su realidad genocida y totalitaria, en la que radica el meollo del drama del marxismo.
El problema esencial del marxismo va mucho más allá “de vulnerar la complejidad humana al introducir de lleno la moral en la economía y quitarle su autonomía relativa”, no siendo otro que la propia raíz de sus enormes éxitos: la creencia en que el reino celestial podía ser de este mundo y que los seres humanos podían renacer, gracias al fuego purificador de la revolución y la mano de hierro de la dictadura del proletariado, convertidos en seres angelicales.
Esa será la base de la verdadera ética de Marx y de sus amigos, que poco tiene de libertaria: la terrible ética que nos puede convertir en aquel “criminal perfecto” del que nos habla Albert Camus al comienzo de El hombre rebelde, es decir, aquel que puede matar sin remordimientos ni límites, ya que está convencido de hacerlo en nombre de la razón y del progreso.
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