Gonzalo Rojas S.
Solo si hay buenas respuestas para esta pregunta, habrá posibilidades de enfrentarla y de derrotarla.
Nuevos ataques en La Araucanía e incidentes graves en varias ciudades.
De nuevo la violencia aguda, de nuevo la fuerza destructora de tantos bienes materiales y, más importante aún, de la convivencia racional.
¿Para qué?
Solo si hay buenas respuestas para esta pregunta, habrá posibilidades de enfrentar y de derrotar a la violencia. Buenas respuestas, en plural, porque sería muy torpe pensar que con el fuego, con las bombas y con las piedras se busca un único fin, que es una sola la meta que se persigue. Incluso, ese reduccionismo podría ocultar que existen en el despliegue de la violencia objetivos contrapuestos e incompatibles entre sí.
Hay quienes atacan, insultan y destruyen sin un propósito definido. Su violencia es consecuencia directa de un odio desesperanzado, de una rebeldía inconducente. Sus actos concretos se expresan en niveles altísimos de furia, pero detrás de esa agresividad no hay ni sentido ni proyecto. Son los más peligrosos en apariencia, pero, a la corta, son los más inocuos. A lo más, babean de felicidad frente al carabinero herido o a la iglesia quemada. Su deleite por el mal causado se agota rápido y la contemplación del daño inferido solo los mueve a la próxima acción. Y así, en un runrún sinfín.
Un segundo grupo es de mucho más cuidado. Son los que usan la violencia para provocar el enfrentamiento. Instigadores o provocadores —en realidad, ejecutores— que lo que buscan es la reacción del agredido. Como en muchos casos la violencia se desata sobre la fuerza pública, lo que se pretende es calificar su reacción como represión. El agresor se disfraza así de víctima, la violencia se presenta entonces como epopeya, las instituciones que nos defienden a todos son calificadas como ilegítimas. Pero cuando esa tarea está ya muy avanzada —y en Chile es así desde hace dos años— entonces se provoca a otro “enemigo”, a simples ciudadanos a quienes se agrede para revivir la manida lucha de clases. La violencia es el medio previsto para destruir —sí, físicamente— a quienes se opongan. Esta etapa está recién incubándose —La Araucanía es ciertamente todo un laboratorio— y no sabemos aún hasta qué extremos inverosímiles puede llegar.
El tercer segmento es el más peligroso, es el que realmente puede destruirlo todo. Está integrado por quienes tienen como objetivo único la anulación de aquellos a los que consideran sus enemigos. No se trata de conseguir que se organicen, que reaccionen y que se defiendan sino, todo lo contrario, que caigan en un estado de completo desánimo y pasividad, que huyan de sus espacios e instituciones y, finalmente, que abandonen Chile. “Por qué no se vaaaaan, no se van del paíiiis”. La violencia opera en este caso como terror dosificado. A veces es tan estridente como grotesca, aunque en otros momentos es simplemente amenaza sutil, funa selectiva. Pero en todos estos casos, el objetivo es el mismo: impedir la reacción del agredido, despejar el campo para avanzar sin oposición hacia el objetivo final, la conquista del poder total.
Lenin se preguntó con absoluto cinismo: “La libertad, ¿para qué?”. Y aquella interrogante, que parece tan lejana, en realidad se vincula directamente con la violencia actual en Chile.
Así es, obviamente, porque cuando la libertad no tiene más contenido que el que le otorgan los comunistas a favor de su proyecto totalitario, entonces la violencia asume uno o todos los sentidos antes descritos. Pretende ser un sustituto de la libertad, aunque haciéndose pasar por ella. Es lo que viene sucediendo en Chile.
Por eso, mezclados y potenciándose entre sí, esos distintos objetivos volvieron a hacerse presentes, una vez más, en este triste lunes 18 de octubre.<br><br>
Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2021/10/20/92485/la-violencia-para-que.aspx
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