Gonzalo Ibáñez Santamaría
A medida que acerca la fecha del 11 de septiembre, cuando conmemoremos los 50 años del pronunciamiento militar de 1973, la discusión acerca de lo que acaeció ese día no cesa de acrecentarse. Pese el tiempo transcurrido, este tema, que ya no debería estar en los grandes debates públicos, no cesa de estar en cartelera.
Sucede que el partido comunista -el gran perdedor de ese día- no quiere aceptar su derrota y, por el contrario, se afana en presentar ese pronunciamiento como un acto de ambición de algunos militares ambiciosos de poder político. Y lo hace, aun cuando lo que entonces sucedió no fue sino una versión anticipada de la posterior caída del Muro de Berlín, la cual, en su momento, confirmó cuán acertado había sido el paso de nuestros uniformados.
Con todo, no faltan los que, sin ser comunistas, condenan ahora ese paso porque, para ellos, bastaría que un grupo político haya alcanzado el poder por la vía de los votos, para que todos tengamos que aceptar las medidas que adopte por muy malas y negativas que ellas sean. Y que, por eso, debe condenarse el pronunciamiento de ese día 11 de septiembre. Así, por ejemplo, Carlos Peña en su columna de hoy en El Mercurio señala “que se pueden discutir las causas del golpe, pero no su condena” (D 5, 09/07/2923).
Sin embargo, los porfiados hechos se resisten a tanta simplificación. Lo que sucedía en Chile hace 50 años era producto de la decisión del comunismo de aprovechar un triunfo electoral para destruir la democracia e imponer una dictadura llamada del “proletariado”, que no era sino la del grupo dirigente de ese partido y de los otros partidos que le eran afines. Una dictadura destinada a ahogar todo asomo de libertad y que no vacilaba en destruir la economía nacional de modo de que todos entráramos a depender de los favores estatales que sólo recibiríamos si doblegábamos nuestra voluntad a los dictados de ese grupo dirigente.
Para lo cual éste aprovechaba todos los resquicios de la legislación vigente y, cuando no los había disponibles, la violaba sin ningún asco. A la vez que armaba un dispositivo militar destinado a acabar con cualquier intento que osara oponerse a sus designios. Fue así como se destruyó la democracia en Chile hasta el punto de que a las Fuerzas Armadas y a Carabineros no les quedó otra alternativa que dar el paso que dieron, pues de lo contrario Chile dejaba de ser una nación soberana y se convertía en un país miserable.
Ese paso no fue sino la expresión de un viejo principio de nuestra cultura: al gobierno, por cierto, se le debe obediencia; pero el gobierno, como contrapartida, debe emplear su poder para gobernar bien, respetando las libertades fundamentales y ordenando los esfuerzos particulares al bien común de todos. Es decir, junto con el deber de obedecer, disponemos del derecho a ser bien gobernados y, llegado el momento, a exigir ser bien gobernados. Y, en última instancia, si el régimen en plaza insiste en su mala gestión, a procurarnos un buen gobierno.
Eso y no otra cosa fue lo que sucedió el 11 de septiembre de 1973. Si se quiere que ello “Nunca Más” suceda, el remedio es muy simple: que los gobiernos se dediquen a gobernar bien y dejen de lado todo ideologismo como aquel del que, para tanto daño del país, hizo uso el régimen de Salvador Allende.
Fuente: https://web.facebook.com/gonzaloibanezsm
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