Gonzalo Ibáñez Santamaría


No de otra manera se puede calificar la suerte que corre el país en manos de la actual clase política. Desde luego, la respuesta que esa clase en su conjunto tuvo de cara a la ola de violencia que se abatió sobre el país a partir del 18 de octubre pasado. En vez de condenar esa violencia y de haber hecho los máximos esfuerzos para dominarla y apagarla, muchos se subieron al carro que ella ofrecía y fue así como, al modo de un chantaje, forzaron un acuerdo espurio que pusiera al país en sus manos. No otra cosa fue lo sucedido el 15 de noviembre por el cual se decidió la llamada a un plebiscito para derogar la actual constitución política que nos rige y redactar una nueva a partir de una hoja en blanco. Lo que esos políticos nunca pudieron lograr por medios democráticos lo lograron por un golpe de fuerza y por la condescendencia de un gobierno débil y timorato que fue incapaz de hacer valer su autoridad.

Después, sabemos cómo en marzo la aparición de la pandemia obligó a decretar en todo el territorio nacional un estado de catástrofe en razón de calamidad pública. Fue necesario entonces postergar ese plebiscito de modo que su realización tenga lugar ahora, en un mes más. Pero, las razones de por qué fue postergado siguen vigentes y, aún, son más agudas. La pandemia sigue haciendo estragos entre nosotros hasta el punto de que parte importante del país está bajo el régimen de estricta cuarentena y el resto sujeto a severas restricciones. Tanto, que el gobierno se vio en la necesidad de renovar ese estado de catástrofe incluyendo en él la misma fecha del plebiscito.

Pero, la clase política no quiere darse por aludida e insiste en que el plebiscito debe realizarse a todo evento, aun a costa de la salud de la población. El gobierno se contradice a sí mismo: por una parte, renueva el estado de catástrofe, pero por otra, se niega a ver las razones de por qué lo hizo y no hace amago de detener el plebiscito. Quienes vamos a pagar la cuenta somos todos los habitantes del país. Nos veremos enfrentados a una dramática disyuntiva: o concurrimos a votar arriesgando nuestra salud o no lo hacemos arriesgando la suerte de nuestra Constitución y, derechamente, el futuro del país.

La clase política, entretanto, no hace sino contemplarse en el espejo y encontrarse maravillosa. Lo único que cuenta para ella son sus intereses y la cuota de poder que cada facción pueda obtener. Después de cuarenta y cinco años de progreso siguiendo el rumbo con el cual el gobierno militar dejó al país, hoy nos enfrentamos a un riesgo cierto de disolución porque carecemos de los gobernantes capaces de mantener ese rumbo y que, en cambio, dejan el barco puesto a su mando a merced de las olas y de los vientos, esperando el momento del naufragio.

Nuestra alerta tiene que ser la máxima.

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