Una fabula del Chile que fue

 

 

  

 

 

 

Por: Enrique Subercaseaux.
Director Fundación Voz Nacional


Los días eran cada vez más grises. No por la meteorología, o el cambio climático, como insistían algunos (los menos avisados) con machacona insistencia. No, definitivamente, y era obvio por la electricidad del ambiente, se debía al mal ánimo de los ciudadanos.

Una desazón colectiva llevaba a las caras parecer cubiertas de máscaras. Se prefería una expresión anónima, y anodina, antes que demostrar emoción alguna. Los estragos que dejaron los sucesivos estallidos delictuales, cada uno mas violento que el anterior, y donde sus actores daban rienda suelta a sus más bajas pasiones, poseídos por el demonio de la culpa, de la envidia y de la ignorancia.  Estos, inoculados cual vacuna contra el virus chino, tenían una trazabilidad clara.  Años y años de roer el hueso de la amargura y el inconformismo.

La sociedad, en general, había dejado de lado los estudios, el análisis critico y el fortalecimiento del yo interno para perseguir un frenesí consumista que les garantizaban, eso creían, un ascenso imparable en una escala que no llegaba hacia ningún lado.  Penetraba esta una nube, y allí se perdía su trazo.  Quienes la escalaban llegaban a medio camino, sin poder franquear un muro transparente que no parecía muro, y acceder a un jardín, que no parecía jardín.

Porque así estaban las cosas: se vivía de imágenes vacías, como el jugador empedernido, que blufea en el póker. Mismo daba una cosa u otra, pero el empeño era un coleccionismo algo infantil, que retrataba (aunque de manera imperfecta) una sociedad que nunca maduro más allá de su infancia.

Como niños, sabían distinguir la verdad de la mentira, pero una mueca, una pataleta, o simplemente patear el tablero, cambiaba el blanco por el negro. Y es que, en la vida, como en las carreras de atletismo, hay uno que lidera (y gana) y el resto va en posiciones cada vez más descendentes.

El centro de la ciudad albergaba la casa de gobierno. Un edificio chato, de otra época, y con gruesos muros. Dentro de el trabajaba una cantidad de gente. Nunca se supo con exactitud cuanta. Porque las puertas de acceso eran múltiples, y las vías de escape eran otras y distintas, algunas de ellas, se rumoreaba, conectaban con los túneles que ordenaban el fluir de las cloacas de la ciudad.

En un ángulo del edificio, estaba la bodega archivo. Semihundida en la tierra, pero con claraboyas que permitían la entrada de luz, y de algo de aire.  Si los días eran grises, el aire lo era aún más. Especialmente en un invierno en el cual, a pesar de haber tenido más lluvias, parecía más pegajoso e inhóspito que nunca. Sobre esto, evidentemente existían teorías de diverso tipo. Ninguna seria, ni susceptible de ser comprobada.  La televisión abierta y publica se tomaba muy a pecho la misión estatutaria de entretener al público. A cualquier costo.  Lo que era beneficioso por el lado de la entretención y por el lado de hacer hervir la sangre del publico con sensaciones y sentimientos manipulados. Pero falsos.

En fin, me voy por las ramas.

Las bodegas que archivaban cuanto papel y documento producía la república, eran muy extensas.  Su iluminación tenue no permitía distinguir donde comenzaban las estanterías, donde seguían, y donde terminaban.  Los documentos allí ordenados no seguían un orden lógico alguno. Era evidente que lo importante era la producción. El acto de parecer ocupados solucionando los problemas de alguien, mas que los resultados y el alivio que podría traer la norma escrita.

Algunas, las mas importantes (ignoramos quien hacía la prelación) eran manuscritas. Como si su contenido fuese así mejor preservado. Manuscritos estos documentos, con una caligrafía horrorosa, no los entendía nadie.  El escribano oficial, que era sólo uno, y que nadie sabe a ciencia cierta cuantos años llevaba en ese puesto, trataba de descifrar su letra. A trastabillones.  Esta falencia, grave podría parecernos, no preocupaba a nadie.  Los encargados ya habían cumplido su deber, y ganado con el sudor de sus frentes, el óbolo estatal, y a nadie parecía importarle el pasado.  Pasado que de todos modos se iba cambiando ante la ocurrencia de quienes dirigían desde las sombras.

Si, los hombres y mujeres en posición de autoridad parecían todos títeres. Miembros caídos, posiciones a desgano. Salvo, cuando eran tensados por una orden emanada desde las penumbras. ¿Cuáles y dónde?. Misterio. Oscuridad total.

Así como el Castillo de Franz Kafka.  Una burocracia al mando del poder, de las voluntades, de los padecimientos y de las alegrías.

Gris todo.  También grises las ratas que, un día, llegaron y se instalaron en el archivo documental.  Los gatos a cargo de la prevención miraron hacia el otro lado, y las ratas se colaron. Poblaron la bodega con fecundidad asombrosa.  Quizás porque las mismas no pierden tiempo con la televisión, ni entienden los misterios de internet.

La bodega era un hábitat atractivo. Tibio, húmedo y con olor a musgo. Ideal para cuidar sus pieles apergaminadas, y sus colas de pelos hirsutos.

Existía un atractivo adicional: kilómetros de documentos. Primorosamente impresos, la mayoría, y pulcramente manuscritos, el resto.  Les extrañaba que nadie viniese a revisarlos, siquiera de cuando en cuando. Estaban allí, como desechados en un desván de cosas inservibles. Así y todo, llegaban, a diario, mas y mas ejemplares. Se llenaban las estanterías y se construían nuevas. Siempre había espacio.  El existente se desdoblaba de manera misteriosa, como si los puntos cardinales se multiplicaren. O como si en un punto pudiese converger, en una visión única, toda la verdad de la creación.

Las ratas, cuya población era cada vez más grande, pero muy disciplinada, se cansaron luego de su alimentación habitual.  Por instinto algunas, las que tenían una veta creativa, comenzaron a probar la documentación: hojas tibias, con olor a musgo, y notas de tinta de tal o cual color.  Y les gusto el papel.

El resto de la manada se comenzó a sumar al festín. Que con el paso de los días se convirtió en un imperioso frenesí.  Una lascivia animal las poseyó, y comenzaron a competir: quien comía más.

Las ratas engordaron, y empezó a hacer calor. Se inquietaron. Olisqueaban el aire, se desesperaban. Perdieron el discernimiento: lo mismo era comerse un documento impreso, que uno manuscrito en un vetusto pergamino.

El calor las asediaba, y las panzas les reducían la movilidad. Por las claraboyas divisaron luz. Antes, ocupadas en su banquete sin fin, no habían reparado en su entorno. En las vías de escape, en la sobrevivencia misma. Se organizaron, como pudieron, para alzarse, como una pirámide de ratas (que lo eran) y pisoteándose las unas a las otras llegaron a la altura de las claraboyas. Con fuerza las lograron abrir, y entro el aire exterior, que ventilo, de alguna manera, sus febriles cuerpecitos. Una a una saltaron al patio, que parecía un vasto y amplio campo, con horizontes amplios, a pesar que en la ciudad ya nevaba desde hace dos días.

Un nevazón que cubrió la ciudad con un manto de blanca pureza. Pureza frágil. Hoy hielo, pero mañana barro y lodo.

Saltaron a la nieve las unas y las otras. Titubeantes. Se sentían mareadas con la luz. Con el resplandor de la nieve, con la transparencia del aire. Un hábitat amplio y libre, tan distinto a la bodega, que yacía en el pasado como las leyes y demás documentos, que a nadie le interesaban, comidos del todo, o a medio comer.

Se bamboleaban en su marcha. Ahítas de vacuidad. A decir con precisión, lo que parecía un manjar de los dioses lo era por su novedad. Por su opulenta verborrea, aunque esta fuera ininteligible para las ratas.

Marcharon ellas por el patio nevado. Bamboleantes, cada una por su lado, olisqueando el aire, como si de un periscopio, o un radar, se tratara.

De improviso, ninguna de ellas lo esperaba, surgió de la nada (parecía la nada, pero era un estanque de agua, adornado con piedras y pequeños bonsáis) un caimán. Criatura con sus fauces abiertas y hambrienta. Y otro, y otro, y otro.  Dentelladas feroces trituraron las ratas, que no tuvieron tiempo de reaccionar.

Caían muertas, destrozadas, Pero, para quienes observaron la escena, la mayor extrañeza fue la ausencia de sangre.  Fluían de sus vientres destrozados ríos de tinta negra, que se confundían y se mezclaban con la blancura de la nieve.  Al caer la tarde, todas las ratas, nadie las conto ni a nadie le importo la estadística, yacía un mar de ratas muertas en el patio. De los caimanes no se les vio más.

Al día siguiente, un tímido sol comenzó a deshacer la nieve. Nieve mezclada con tinta china. Parecía una obra de arte conceptual, de algún artista de ocasión, o de moda (es lo mismo).

Al día siguiente, una gran lluvia se llevó el lodo en que se había convertido la nieve y la tinta. A nadie pareció importarle. Nadie notó algo raro. Nadie echo en falta los documentos.

Al día siguiente amaneció con un sol brillante, y la cordillera cubierta de un manto de nieve. Esta vez blanco. Sin negrura alguna.

.