Por: Enrique Subercaseaux



El taxi me llevaba por calles estrechas. El aire acondicionado no funcionaba. Era un auto antiguo con asientos de vinilo rojo y el aire pesado y húmedo del trópico me sofocaba. Las calles estaban llenas de gente colorida y sonora. Su idioma me sonaba raro: demasiadas vocales, como susurro de nubes de atardecer en voz alta. No me sentía un extraño ya que con quienes había tenido que tratar, desde mi llegada al aeropuerto esa tarde, sabían al menos algo de inglés. Sonrisas, frecuentemente desdentadas, suplían un vocabulario más amplio.

Mi chofer, un individuo de edad indeterminada aunque con poco pelo, hablaba muchísimo en un inglés algo oxidado y monótono. No le prestaba mayor atención, aunque su charla parecía subtitular lo que veía a través de las ventanillas. Ni aquí se aprovecha la económica virtud del silencio, pensaba en voz baja. Inútil era preguntar por mi destino y su distancia, su monólogo parecía suplir la lectura de periódicos que veía amontonados a su lado y tenían el aspecto de bien hojeados. Fotos y titulares borrosos daban cuenta de tinta de baja calidad.

Al fin, con el sol aun iluminándolo todo, torcimos por una calle que parecía ser la definitiva. Angosta, estaba flanqueada por árboles de diverso tamaño y generoso follaje. Algunos, adornados por coloridas flores. El automóvil disminuye su marcha y paramos frente a una casa con amplio antejardín de dos pisos. Como si estuvieran esperando, dos amplias sonrisas jóvenes y de pelo negro, algo desordenado, aparecieron al momento de abrir yo la puerta y descender. Pagué a mi amigo, quien entrega mis dos valijas a estas felices apariciones. Les seguí por un sendero de piedrecillas dispuestas en irregular geometría, a una aireada sala que hacía las veces de recepción y estar de esta posada familiar. Una o dos parejas de turistas -escandinavos me parecieron-, se preparaban para salir, consultando mapas y solicitando explicaciones. Dos abanicos de techo giraban lentamente removiendo el aire pesado y las moscas livianas que parecían gozar de esta provocada corriente en su atmósfera. El jardín parecía entrar a la habitación ya que faltaban dos paredes. El verde y el sol lo invadían todo. Al fondo, un gran acuario abarcaba la casi totalidad de la pared. Colores diversos y brillantes flotaban en su interior.

Me acerco a la recepcionista, muchacha joven con sonrisa y dientes perfectos. Calculé que promediaba la veintena. Me saludó cortésmente en un ingles correcto y cálido. Me entregó mi ficha, que rellené con torpeza debido al pequeño tamaño de sus letras y al sudor de mis dedos que no sostenían firmemente el bolígrafo de tinta verde que me facilitó. Me informo que mi habitación miraba al jardín interior y deseaba saber si era de mi agrado o bien prefería mirar a la piscina. Sin conocer la situación real, preferí mirar la piscina, la cual luego descubrí que estaba rodeada de árboles y era poco frecuentada por los huéspedes del establecimiento.

Una de las sonrisas que me recibió a mi llegada me acompañó a mi habitación donde, luego de descansar por un par de horas, descendí a la sala de recepción con la intención de salir a cenar a algún lugar cercano. Ya viniendo había descubierto una o dos posibilidades y la comida local era una curiosidad irresistible para mi apetito ecléctico.

Al ingresar a la sala noté el acuario, iluminado esta vez, ya que comenzaba a oscurecer. Frente a él continuaba una anciana de quien ya me había fijado a mi llegada. Sus ojos clavados en la pantalla acuosa por la cual circulaban peces de los más variados colores y formas. Sentada sobre una silla mecedora de rattan, la viejecilla tenía un rostro de serenidad infinita, contrastante con las arrugas que parecían dibujadas sobre una piel que conoció el sol tropical por largos años.

Los abanicos de techo continuaban con su zumbido cansino, y las moscas fueron sustituidas por mosquitos que volaban trazando caprichosas volutas en el aire que aún no refrescaba. Otra joven poblaba el mesón de recepción y al verme salir me preguntó amablemente si necesitaba alguna sugerencia para mi cena. Acepté de buen grado la opción de un establecimiento, a unos 200 metros, que además de la comida de la provincia ofrecía un espectáculo de máscaras danzantes y el famoso ballet de siluetas.

La caminata resulto agradable, plagada de fragancias y murmullos de la noche. Las casas, iluminadas alegremente, tenían sus puertas abiertas ofreciendo su interior y su vida a los ojos de los paseantes, integrándose así mundos disímiles y planos temporales diversos. No fue difícil encontrar el restaurante, escondido tras unos árboles en una mínima callejuela lateral. Al traspasar su umbral, un patio amplio me recibió, con mesas por un lado y un amplio escenario por otro. Ya estaba casi totalmente lleno. Tuve suerte de encontrar una pequeña mesa, justo a un costado del escenario, desde la cual tenía la visión no sólo del espectáculo sino también de los comensales, cuya apostura, frecuentemente excede las posibilidades colorísticas de la escena.

Una orquesta de percusión, el gamelan, flanqueaba el espacio artístico. Una melodía sinuosa y líquida, que alguien describió alguna vez como la música de los rayos de la luna inundaba el recinto. No recuerdo ni lo que bebí ni lo que cené, tal fue la fascinación del espectáculo. Danzas rítmicas, máscaras coloridas, manos de una flexibilidad pasmosa ocupaban mis ojos que no paraban de saltar de una visión a otra. La orquesta no cesaba su lamento broncíneo y se sumaban, en ocasiones, un coro de viejecillas con voces cascadas que recitaban de memoria historias de las abuelas de sus abuelas, de sus abuelas. Rostros cuyas arrugas semejaban los anillos del tronco de un árbol, relatando en forma silenciosa pero visual, historias personales y familiares que, entretejiéndose con otras, lograban una historia colectiva que nos ofrecían esta noche a un grupo de extraños que probablemente no entendía su idioma, como una charla susurrada entre amantes que tienen mucho que decirse después de una cópula apasionada.

La música, las voces, las máscaras y las sombras constituían un mundo sonoro que interrumpía la noche estrellada, recreando una tradición y un conjunto de vivencias que si bien eran meros esbozos de un universo complejo y extraño, formaba parte de un todo universal, del cual no podíamos sustraernos. Luego, seguí el ballet de las siluetas. Títeres planos con contornos de personajes simbólicos y mitológicos se proyectan en un telón. Sus cuerpos están perforados y a través de estas llagas silenciosas se cuela la luz, dando a las proyecciones y sus movimientos una extraña sensación de levedad y plasticidad. No parecen formas que están siendo proyectadas, sino más bien una sucesión de pensamientos, de tiempos inmemoriales, que interaccionan entre ellos conformando episodios e historias de una memoria colectiva recóndita. Flotando a la deriva en el océano del tiempo infinito que todo lo abarca con su espuma viviente. Así y todo los extranjeros presentes parecemos capaces de asimilar lo que nos es ajeno sin problemas.

Salí, al finalizar la cena, junto a los demás comensales, caminando todos en silencio por las calles de una ciudad que parecía dormir, pero risas y alguna charla en voz baja, aquí y allá, delataba la vida dentro del espesor de la oscuridad. El jardín de mi hotel estaba suficientemente iluminado como para prevenir caídas imprevistas. La sala de recepción en penumbras, interrumpida solamente por la luminosidad del acuario. La mecedora de rattan sin su dueña, parecía bascular suavemente, como si la brisa de los abanicos que estaban desconectados estimulara su vaivén. No estaba cansado, por lo que me senté en la mecedora a observar la variada fauna marina que se desplegaba ante mis ojos, como efectos especiales de una película nominada a un puñado de Oscares de Hollywood. Dos filtros ronroneaban como gatos satisfechos con su cena y desplegaban burbujas que flotaban con celeridad y en forma ordenada a una superficie que marcaba el límite de un mundo ordenado artificialmente. Un fondo que replicaba una playa idílica, poblada solamente de palmeras y arenas de fino grano, servía de telón de fondo para un desfile de seres que lucían sus mejores colores y formas. Amarillos y negros combinaban con azules y rojos. Manchas alargadas se alternaban con otras formas de geometría de la naturaleza. Me imaginaba que cada especie tenía su nombre particular y preciso. Mi ignorancia me llevaba a bautizar los peces con sus colores y sus formas. Una armonía en constante movimiento, a veces rápido y a veces lento. Plantas acuáticas, de distintos tonos de verde, se mecían con una tranquilidad y parsimonia que sólo dan los días que se repiten sin fin ni esperanza. Un espectáculo relajante que me incitó a rebuscar en mi memoria visiones de un pasado distante atravesando velozmente años y décadas para plasmarse junto a estas formas y colores caprichosos que viven en un concertado desorden, que dota de una lógica redundante existencias que no tienen que dar cuenta a nadie de sus actos.

En el fondo, piedras de colores diversos conforman la base sobre la cual se edifican las plantas acuáticas, piedras de formas caprichosas, canicas multicolores y dos tapas de cerveza, que ignoro el momento en que llegaron y la lógica de su inclusión en un mundo que semeja la perfección y la vacuidad.

Un cansancio se apoderó de mi cuerpo y me arrastré con desgana a mi habitación, en el piso superior. Al posar mi cabeza sobre la almohada, un poco blanda para mi gusto, quedé profundamente dormido, aunque no supe si en sueños o en vida, un mosquito zumbaba insistentemente sobre mi oreja izquierda.

Desperté pronto. Ya era de día y la luz externa, desvergonzada, insistía en inmiscuirse en mi habitación a través de rendijas y grietas. Era el día de la visita a los célebres templos de la vecindad, por lo que rápidamente estaba en la recepción, luego de un copioso desayuno a base de frutas tropicales, listo para salir. La anciana ya estaba frente a su espectáculo cotidiano que al parecer, por el brillo solar, estaba más animado que nunca. Ella estaba feliz, quién sabe por qué motivo y mecía la silla a un ritmo entrecortado, aferrándose a los brazos de ella con manos crispadas por la excitación.

El día transcurrió lento. Muchos vehículos en la calle, además de gente, bestias de carga y otros elementos hacían del tráfico un lento calvario. Los metales de los automóviles brillaban bajo el cielo tropical, donde las nubes se habían tomado la jornada libre. Los templos, llenos de turistas, me parecieron interesantes. La piedra, gastada de tanto vigilar el paso de los años, me refería su propia historia, no sólo a través de sus bajorrelieves, sino también gracias a sus poros y accidentes cutáneos. Cuán concisos eran los episodios de la vida de divinidades pasadas retratados en la piedra. Pero de qué manera emergía desde esta brevedad una historia rica en episodios e incidentes más libre de interpretaciones y malos entendidos.

Dos lagartijas gigantes, de una especie que no conocía, estaban agazapadas en un dintel exterior. Observaban a los visitantes con estudiada indiferencia, al tiempo que sus lenguas emergían raudas de sus fauces para atrapar algún insecto volador desprevenido. Bichos antiquísimos estaban mucho más en su hábitat que el puñado de turistas, medio sudorosos, que recorrían las ruinas con una curiosidad rutinaria. Alguien se detuvo e inmortalizó a los lagartos en el disco duro de su cámara digital: ellos, impávidos, ni se dignaron a sonreír, entendiendo que la inmortalidad estaba asegurada por sus meras existencias, más que por tecnologías que no podían entender.

La parada siguiente fue una tienda de artesanías típicas, sin mayor interés y luego una comida liviana. Nuevamente me maravillé por las frutas del trópico: fragantes, multicolores y con sabores nuevos e inéditos. Dos mangos semejaban los cachetes sonrojados de un niño que acaba de ser sorprendido cometiendo una travesura. Mientras el grupo comía, se inició una discusión sobre el valor del testimonio histórico a la luz de lo que habíamos visitado poco antes. No recuerdo ni los argumentos ni las conclusiones. Tenía sueño y mis ojos entrecerrados guardaban una vigilia virtual. En la tarde visitamos un par de sitios mas, antes de volver al hotel bastante cansados.

El acuario y su guardiana seguían allí. Dominaban la escena y, evidentemente, relataban una historia. Renació en mí una curiosidad malsana. No llegaba a comprender el magnetismo que poseían los peces sobre la vieja. A medida que me acercaba comencé a oír la voz de ella, bajita, pero cascada. Le estaba cantando a los peces, como la noche ante el coro cantaba sus historias ancestrales. Lo extraordinario es que los peces parecían oír el canto y se estaban quietos, observando a quien les ofrecía sus historias ya demasiado antiguas para ser referidas una vez más a otros humanos. Ellos, parecían entender el relato, ya que además de su quietud se dejaban llevar por la corriente interna del acuario, agua con dinámica propia, y al alejarse del centro de visión corregían su posición con un rápido movimiento. Era ese el instante en que la cantante acentuaba alguna de las sílabas, como para marcar el ritmo de vida de este pequeño microcosmos, dueño de una historia propia, quizás de poca enjundia para el ordenamiento universal pero vital para la supervivencia de sus habitantes marinos. Y la canción les ofrecía lazos adicionales, nuevos referentes para comprender lo que les viene dado aunque esta comprensión sea sólo un deseo o pálpito íntimo y subjetivo. A medida que la voz emergía de los labios temblorosos, pensaba en el capullo que teje el gusano de seda capa tras capa, sin saber su destino, sin sospechar su posterior transformación. También parte de una historia más íntima que confluye a sumarse a los murmullos mayores del universo.

El canto cesa en algún punto del tiempo. Quedaron suspendidos los últimos sonidos en algún punto del espacio entre los labios de la intérprete y las paredes del acuario. No parecían existir mayores razones para este silencio. Esta pausa, ya que asumí el canto como ocurrencia cotidiana, permitió a los peces reiniciar su frenética vida alrededor del acuario, surcando sus aguas a gran ritmo, desarmando las armonías de colores que se observaban poco antes. Así y todo, el movimiento no trajo aparejado el caos. Reinaba un orden, una lógica interna. Quizás el canto y la historia relatada en él tuviese algo que ver. El rostro de la anciana se ensombreció y una tímida lágrima rodó por su mejilla, extinguiéndose entre los pliegues de su rostro. No comprendía yo la razón de tal congoja, como si de improviso una nube hubiese pasado por encima de un vasto océano bajo un cielo sin mácula. Luego, el rostro volvió a animarse, como si nada. Como si los pensamientos fuesen ahuyentados por los propios peces, en sus ires y venires sin dirección ni ritmo lógico.

Y así pasaron tres días. El acuario y la vieja se transformaron en obsesión. Los colores y las formas caleidoscópicas me parecían mucho más interesantes que todo lo que podía existir fuera, en la ciudad. Era como si mirando el estanque pudiese descubrir el lado oculto de mis propios pensamientos y como al observar sus movimientos, comprendía el fluir de mis propias internalidades. De uno en otro, como colores fluyendo sin pausa ni frontera de una gradación dinámica a la próxima. O de cómo los sucesos que son la cadena, o la cuerda de nuestras vidas se van atando de manera casual o inexorable. Todo comenzando con un ordenamiento simple y artificial.

Llego el momento de partir. Estaba en el mostrador de la recepción pagando mi cuenta. Me atendía la misma muchacha que me recibió días antes. Estaba feliz de que me hubiese gustado la ciudad y el hotel. No pude contener mi curiosidad y le pregunté por el acuario y la anciana.

-Si, ella es mi abuela. La pobre nació ciega y su vida es estar frente al acuario, me respondió en un hilo de voz, con un tono de confidencia. Con una entonación que, con la edad, evolucionaría al canto monótono de la anciana desdentada.

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