Cristián Labbé Galilea
Las opiniones en nuestras tertulias se movieron desde si había o no aumentado el consumo de drogas y el alcoholismo en la juventud, hasta si los colegios tienen que ser mixtos o no, pasando por varios temas referidos a la juventud; incluso hubo quienes opinaron de Lollapalooza…
Concluimos que el problema de fondo era el roce e incomprensión generacional.
Coincidimos en que era frecuente escuchar las nostálgicas filípicas: “en nuestro tiempo no había televisión, nos comunicábamos por cartas, hablábamos por teléfono y lo hacíamos brevemente, ni soñábamos con facetime o WhatsApp…”. Con algo de añoranza y mucho estoicismo las generaciones pasadas alegan que todo les fue más hostil, pero igual eran felices y “sin trancas”.
Sobre el punto, en varias oportunidades he escuchado a jóvenes replicar, con simpática irreverencia: “por favor, asuman que las cosas han cambiado, vivimos en el siglo XXI, mejor sería que sus lastimeras historias las comiencen con un: Había una vez…”.
Asumiendo que ambas posiciones son -en general- correctas, en la actualidad el asunto es bastante más complejo: no se trata de cuántas comodidades, facilidades u oportunidades nos ha traído la modernidad -situación que se ha repetido una y otra vez en la historia de la humanidad-, sino de cómo los nuevos tiempos están afectando los pilares básicos de la convivencia y el orden social.
Hiper comunicados, full movilidad, libertades y oportunidades ilimitadas, la vida es mas sencilla y práctica, pero para muchos todo eso, que tiene que ver con formalidades y facilidades, ha terminado comprometiendo los valores que sustentan la sociedad occidental -de la cual somos parte- como: la vida, la familia, la libertad política, económica y social, la tolerancia, la justicia, la seguridad y, en definitiva, la natural, sana y pacífica convivencia social.
Asumiendo la sugerencia de los jóvenes, se puede decir que: “Érase una vez… en que los padres formaban a sus hijos, los fieles oían a sus pastores, los soldados seguían a sus generales, los alumnos respetaban a sus maestros…”.
Hoy las cosas han cambiado: los mayores imitan y se mimetizan con los jóvenes; usan su lenguaje frick; por miedo a no ser amados los consienten y les dan la razón en todo -estén o no en lo cierto-; se transforman en “amigos cómplices” de sus hijos, con lo cual éstos quedan huérfanos por ausencia de la autoridad paternal; suma y sigue.
Por su parte los jóvenes, siguiendo un instinto natural, buscan ampliar sus fronteras y ganar espacios: para ellos no hay deberes, sólo derechos; todo es relativo; a la autoridad hay que desafiarla por principio; los compromisos son precarios, se extinguen en cualquier momento; la familia, el matrimonio y el género tienen muchas acepciones; la vida, el cuerpo y el sexo les pertenece a ellos y a nadie más…; y vaya alguien a contradecirlos, se transformará en un intolerante, fascistoide, momio pinochetista o sencillamente, un alienígena.
Por último, coincidimos en que pueden poner más impuesto al alcohol, tener más perros antidroga, crear más colegios mixtos, desarrollar más campañas de educación sexual, pero si no se aborda el tema desde sus orígenes, la educación en valores, no se logrará mucho, porque viejo indolente hace al joven prepotente.
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