Axel Kaiser


“El hombre es infeliz porque no sabe que es feliz”, afirmó Dostoievski. Es cosa de perder lo que damos por sentado para darnos cuenta de la profunda verdad que contiene esta reflexión. La muerte de un hijo, la pérdida de la salud, un desastre económico, entre muchos otros episodios trágicos nos llevan rápidamente a recordar lo felices que éramos antes de que ocurrieran.

Y también nos obliga a tomar consciencia sobre la actitud amargada e ingrata que nos caracterizaba cuando éramos felices e incapaces de reconocerlo. Chile, sin duda, jamás fue un paraíso, pero nadie puede discutir que las últimas décadas parecen cada vez más felices en nuestros recuerdos, cuando las comparamos con lo que vivimos en estos tiempos. Podríamos decir, siguiendo a Dostoievski, que éramos felices, pero no lo sabíamos.

En el Chile anterior, los pobres veían cómo su calidad de vida mejoraba todos los años, dejando atrás sus carencias más urgentes y las de sus familias. La clase media emergía victoriosa con plena confianza en que la vida de sus hijos sería mejor que la que tuvieron sus padres. Los ricos, por su parte, vivían sin enfrentar todos los días la culpa social de sus propios hijos ni el odio, el resentimiento y la envidia de los medios de comunicación y de los activistas que posan de intelectuales y periodistas.

En ese Chile los políticos de todos los sectores representaban a los ciudadanos, los partidos eran fuertes y la democracia sólida. Chilenos que jamás habían soñado con subirse a un avión viajaban por todo el mundo y, tanto ellos como los líderes políticos y empresariales podían decir con orgullo “soy chileno”. En el extranjero se admiraba la gran excepción de América Latina, el país serio, responsable y predecible que progresaba a paso firme luciendo, no sólo la economía más moderna de la región, sino también una ejemplar transición hacia la democracia.

En ese Chile el sicariato era un cuento lejano, que se veía en cruentas películas que retrataban la vida en Colombia; los carteles de la droga eran historias de horror de lejanos rincones de México; los secuestros, una plaga centroamericana; la inflación una vergüenza argentina y la refundación política con nuevas constituciones parte de la fiebre tercermundista que habíamos superado.

Hoy nadie es feliz en Chile. Los ricos, amenazados por los profetas de la venganza social, se llevan todo el dinero que pueden, en muchos casos abandonando el país ellos mismos.

También ha comenzado el éxodo de jóvenes profesionales que no están dispuestos vivir en otra nación sudamericana más fracasada, corrupta y asolada por la criminalidad. Los pobres comienzan a ser más pobres por una economía parasitada por un Estado en proceso de metástasis, la inflación destruye el poder adquisitivo de todos, los delincuentes, apoyados por grupos políticos, hacen lo que quieren, y grupos narcoterroristas, disfrazados de indigenistas, desmembran el territorio nacional, asesinan y destruyen sin que la populista e inepta clase política que nos gobierna haga nada al respecto.

La inmigración se filtra sin control trayendo todo tipo de criminales, la refundación socialista bolivariana del país se encuentra a la vuelta de la esquina y los políticos de antaño -responsables también de este desastre por no haber sido capaces de reconocer lo felices que éramos- ven cómo se esfuma el país que ayudaron a crear.

Ya nadie duerme bien imaginando el futuro, todos odian a todos, he ahí el preludio de la desintegración final. Muchos la intuyen agobiados por la sensación de que en el futuro miraremos Chile y pensaremos que, comparado con lo que vemos, el país que habita en nuestra memoria es un paraíso.

Fuente: https://fppchile.org/es/blog/el-paraiso-perdido/

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