Marzo 13, 2020

 

 

 

 

 

Antonio Sánchez García 


“No culpe a Pinochet, que no ha hecho más que cumplir con su deber y hacer lo que le correspondía”, Foucault



Odié la figura y la representación del general chileno Augusto Pinochet Ugarte con todas las fuerzas de mi corazón. Fui expulsado del ejercicio de mi cátedra en la Escuela de Economía y de mi puesto de investigador del Centro de Estudios Socioeconómicos (CESO) de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile. Y perseguido por las fuerzas de la policía política de la dictadura, la temida DINA. Debí dejar el país en cuanto se me hizo posible. Debí dejar la universidad y el Centro de Estudios en el que me desempeñaba como investigador en ciencias sociales e ideología, así como el país, en noviembre de 1973. Dejé, desde entonces, de vivir en mi patria de nacimiento y crianza. Ya son cuarenta y seis años desterrado. Moriré en el destierro.

Tiempo después, luego de trabajar durante dos años en el Instituto Max Planck de Starnberg, Alemania, y de paso por Paris, recomendado por Jürgen Habermas, llevé mis cuitas hasta desfogarme amargamente por los sufrimientos que Pinochet y el golpe militar nos causaran a los chilenos, ante el filósofo francés Michel Foucault quien luego de oírme en silencio me cortó el lamento de una vez y para siempre. “No culpe a Pinochet, que no ha hecho más que cumplir con su deber y hacer lo que le correspondía” – me dijo palabras más palabras menos, con extrema dureza, mientras sonaba una sonata para violín y piano de Johannes Brahms en su tocadiscos. “Culpe a los comunistas, a sus compañeros del MIR, a los socialistas chilenos y a usted mismo, que empujaron a sus compatriotas al peor de los abismos: el abismo del castrocomunismo. Los culpables por esta tragedia no son los militares ni la derecha: son ustedes, los marxistas chilenos”.

Fue la primera vez que vi expuesta, por uno de los pensadores más lúcidos y afamados de su tiempo, que conocía las diversas versiones del marxismo leninismo, hasta ser militante de la izquierda maoísta, conocedor de Marx, pero también de Carl Schmitt, la otra versión de los hechos. Poco tiempo después, el historiador alemán Ernst Nolte culparía al bolchevismo por la existencia de Hitler y el Tercer Reich. La marcha de la locura es una de acción y reacción. Nadie es inocente.

No era suficiente como para reivindicar a Pinochet, cuyo desprestigio dadas las graves violaciones a los derechos humanos cometidos bajo su mandato, había alcanzado las más altas cotas del rechazo mundial, pero dejaba traslucir el rechazo al marxismo soviético y al socialismo en bloque, tal aquel del que también pecara la izquierda chilena, como fuera expuesto sin dejar hilos sueltos respecto del socialismo francés por Jean Francois Revel en su consistente crítica al socialismo soviético. En una monstruosa campaña exculpatoria de Marx y el marxismo, vale decir: del socialismo real, su versión práctica, sobran los socialistas de buenos modales, como Moisés Naim y Bernie Sanders. Desde la publicación de El conocimiento inútil, de Revel, hay que ser un ignorante, un desaprensivo o un irresponsable amoral para defender al socialismo y pretender que la narcotiranía venezolana es criminal, pero no socialista. Como si el socialismo no fuera criminal, la peste roja que ya ha costado más de cien millones de muertes.

Existen suficientes e incontrovertibles evidencias de que la iniciativa y el proyecto originario del golpe de Estado que llevo al brutal derrocamiento de Salvador Allende no fue del general en jefe y comandante general de los ejércitos chilenos, sino del alto mando de la marina. Cuyos integrantes decidieron derrocar a Allende y evitarle al país una eventual tiranía a la cubana. O una tragedia como la que hoy vivimos los venezolanos. Y quienes, conscientes de las excelentes relaciones existentes entre el general Pinochet y Salvador Allende, incluso con la familia presidencial, postergaron hasta el último momento su planteamiento de sumarlo al golpe, temiendo no estuviera dispuesto a acompañarlos. Lo hicieron finalmente mediante un breve escrito conminativo, fechado el viernes 7 de septiembre de 1973, en el que se le participaba la decisión irrevocable de dar un golpe de Estado y proceder a derrocar al presidente de la república. Ya allí se manejaba la fecha del 11 de septiembre. Y se le conminaba a participar en él y ocupar el puesto que le correspondía como primera antigüedad de las fuerzas armadas. O atenerse a las consecuencias. Tras un breve lapso de reflexión no solo aceptó integrarse al movimiento, sino que puso a disposición de los conspiradores sus anotaciones respecto de los pasos a seguir, en los que llevaba tiempo reflexionando. “Supe que tendría que encabezar un golpe de Estado y derrocar al gobierno de la Unidad Popular desde que vi la primera cola en una panadería” – le confesaría a una periodista chilena que lo entrevistaba. Le correspondió la máxima dirección del movimiento.

No solo fue un acto producto de las condiciones extremas de un Estado de excepción sin otra salida alternativa que una guerra civil, sino que fue perfectamente consciente y calculado. Sin la intervención de los Estados Unidos. Se cumplió siguiendo los más altos estándares militares, ocupando en pocas horas todos los lugares estratégicos y paralizando cualquier acción opositora antes de nacer, bombardeando con alto nivel de preparación y capacidad técnica el palacio presidencial. Y persiguiendo y encarcelando a toda la dirigencia revolucionaria, paralizada por la amplitud y profundidad del golpe de Estado. Resolviendo en pocas horas el crucial problema de la posesión del poder y la plena recuperación de la soberanía. En pocas horas el país estaba en manos de la Junta Militar, que adquirió un control absoluto de los puntos y enclaves estratégicos. Toda oposición pareció inútil, incluso antes de ponerse en acción. De allí la sabia recomendación de Salvador Allende de desistir de cualquier acción de resistencia y pedirle a la ciudadanía se retirase a sus casas. Luego de lo cual procedió a suicidarse.

Resuelto así el principal problema político, pacificado el país y controlados los eventuales focos de insurgencia, la Junta Militar de Gobierno presidida por Augusto Pinochet se dispuso a llevar a cabo su proyecto socioeconómico. Transformar la sociedad chilena, modernizándola. Haciendo uso del programa económico de gobierno del candidato presidencial Arturo Alessandri Rodríguez, el famoso “ladrillo”, que implicaba una estricta aplicación de los planes económicos de los llamados “Chicago Boys”, del economista Milton Friedman, desmontando todos los mecanismos de control estatal sobre la economía y estableciendo el imperio del libre mercado, el país debió enfrentar una grave crisis económica que golpearía los bolsillos de los consumidores, carentes de todo medio defensivo. Reduciría drásticamente el tamaño de la burocracia estatal, e impondría el emprendimiento de las fuerzas de trabajo. Al mismo tiempo que se saneaba el sector público y se reducía el gasto, se procedía a poner en acción una auténtica revolución del campo, que anclaba la economía chilena al pasado, modernizándola bajo los parámetros de una agroindustria. Fue uno de los sectores más dinámicos de la nueva economía chilena. El cobre dejó de ser la única fuente de ingresos. El Estado dejó de ser el acaparador todo poderoso, el dilapidador de las divisas. Chile fue puesto a valer.

El regreso a la democracia tras diecisiete años de férrea dictadura, obedeciendo las determinaciones constitucionales establecidas por una Constitución redactada por los miembros de la Junta Militar, que pautaban un plebiscito para determinar la continuidad en el poder del general Pinochet, la derrota que en dicho plebiscito sufriría Pinochet y la convocatoria a elecciones generales que instaurarían la transición a la democracia bajo la dirección del demócrata cristiano Patricio Aylwin, fijaron el rumbo político de la sociedad chilena.

Tras superar las graves crisis coyunturales provocadas por la reestructuración de los fundamentos de la economía chilena y su profunda transformación, que al abrirse a la libre competencia la situaría a la cabeza del desarrollo económico de la región sentando un precedente de cambio hacia el liberalismo, Chile pudo transitar los veinte años de transición sin rupturas. Logrando el desiderátum de la unión de todas las fuerzas sociales y políticas, orientadas unánimemente en una sola dirección. Una obra de ingeniería política solo comparable con la transición española. Según nos confesara el propio presidente Aylwin, su primera actividad como presidente de la República fue convocar al general Pinochet para exigirle su renuncia. A lo que el general le habría respondido: “le debo absoluta obediencia, Sr. Presidente. Pero no le aceptaré esa orden. Pues si yo no estoy a su lado, ¿quién otro podría garantizarle la absoluta lealtad de las fuerzas armadas?”.

Basta observar los índices macroeconómicos para comprobar el poderoso efecto provocado por las profundas reformas estructurales de la economía chilena. No obstante, el profundo trauma sufrido por su sociedad, difícilmente podría discutirse el benéfico efecto modernizador sobre la economía y el orden social logrado por la dictadura. Una dictadura inmanente al orden capitalista de la sociedad chilena, determinada desde su mismo origen a no extenderse más allá de lo necesario con el objetivo de restablecer el orden democrático de la sociedad chilena. Aunque profundamente repudiada por la opinión pública mundial. Se adjunta un artículo para determinar las diferencias específicas entre la dictadura pinochetista y otras, como la castrista y sus derivaciones.

Fuente: https://es.panampost.com/antonio-sanchez/2020/03/14/pinochet-chile/

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