3 de nov de 2020  

 

 

 

 

Por Ilia Galán,
poeta y filósofo, profesor de Estética y
Teoría de las Artes en la Universidad Carlos III de Madrid.


 Pintura óleo sobre tela de Max Ginsburg

En la actualidad, los que dominan en las academias, los que juzgan en los concursos de pintura, escultura, arquitectura o música, son hijos directos de aquellas míticas vanguardias de principios del ya siglo pasado. Consciente o inconscientemente, imponen sus criterios o modos de ver y por tanto sus normas, de modo que lo que en sus orígenes fue profundamente antiacadémico, en sus continuadores se ha convertido en el estándar y en lo académico. Lo académico hasta hace sólo tres décadas estaba fundamentalmente en contra de lo figurativo, en especial contra cualquier tipo de realismo, considerándolo algo propio del pasado y que ya ni podía ni debía volver. Pero en los últimos años, cada vez más, tanto el público como los artistas jóvenes han ido reclamando la libertad expresiva para aquellos que quieran usar también formas figurativas, y así, después de la transvanguardia italiana, se han visto artistas como Barceló, con técnicas y texturas de vanguardia, y otros que, más veteranos, como Antonio López, José Hernández, Juan Muñoz, Julio López Hernández, Cristóbal Toral o Eduardo Naranjo, que han buscado un camino propio a través de los objetos, pero alejados del objetualismo del Pop-art y otros movimientos que surgían como vanguardistas. Finalmente se les ha comenzado a aceptar y así, tras duras polémicas en la prensa, autores como Antonio López han podido tener un lugar en museos estatales emblemáticos como el Reina Sofía de Madrid. Esto ocurre cuando, después de casi un siglo de continuas vanguardias y de varias promociones de estudiantes con pretensiones de ser artista salidas de las facultades universitarias de Bellas Artes, se descubre que muchos jóvenes licenciados en Artes (bellas o feas, ya poco suele importarles) no saben siquiera las técnicas mínimas para crear una obra al estilo tradicional de manera que se sienten abocados a la abstracción, las instalaciones y en general a obras que muchas veces no requieren de una gran destreza técnica sino de imaginación y oportunidad para colocarlas en el mercado del arte y triunfar. Ante esto, el mercado, y por tanto los entendidos que asesoran a los compradores, así como no pocos galeristas, también han comenzado a ser más prudentes, ya que, no sólo en alguna de las últimas crisis económicas, sino de modo más firme y estable, han visto que obras antes muy cotizadas y autores en cierto momento muy valorados dejaban poco a poco de serlo, cayendo sus precios y su estela de gloria en el olvido, en cuanto la coyuntura que los sostenía, a menudo demasiado artificialmente, se va transmutando en otras que favorecerán a diferentes personajes o tendencias o, más simplemente, se van diluyendo en el pasado.

Otro aspecto a tener en cuenta es que comienza a sentirse una cierta saturación de la abstracción y de obras pretendidamente vanguardistas que desde hace décadas y por miles de creadores promovidas no hacen a menudo sino repetir esquemas y aun copiarse sin cesar, siendo la novedad uno de los valores más importantes para las artes plásticas vanguardistas, ensalzado casi como si fuera un dogma a la hora de poder decir si una obra de arte merece la pena o no. Según ese criterio, ni J. S. Bach sería un gran compositor, frente a otros mucho más ocurrentes, ni buena parte de las obras que la historia del arte muestra con admiración y reverencia serían tan interesantes, ya que ese criterio es propio del siglo XX y en otras épocas se buscaba más la belleza o cierto sentido, expresión, sentimiento, etc., que la novedad. Los que se pretendían vanguardistas llevan ya casi un siglo repitiéndose, con manchas, abstractos diseños, texturas o composiciones, precisamente cuando en ellos el romper, la novedad, ha venido a ser considerado como algo esencial.

También es propio de la Modernidad el uso de modos tradicionales, y ahí están los historicismos -tan alabados también por el Romanticismo y por éste propiciados- que se desarrollan mayormente hasta la Primera Guerra Mundial: neogótico, vuelta al clasicismo, etc. Ahora bien, el realismo actual al que aquí vamos a hacer referencia no pretende volver a ese modo tradicional de trabajar ni a sus referentes ideológicos, aunque se le asemeja por algunas formas, pues combinan métodos diversos en su obra y utilizan luces, modos de ver la realidad que no se trabajaban anteriormente, del mismo modo que también reflejan objetos y realidades que no podían existir en otras épocas, como un bodegón donde se exprese una radio rota o unas cintas de música junto a unos cigarrillos apagados en una estantería actual, como hace Franquelo, por ejemplo. Tampoco el tratamiento es igual, y así Franquelo, lo mismo que pinta con acrílico y óleo, no duda en utilizar tecnología digital en la estampación. Otros mezclan texturas, piedras, arena o metales, como Naranjo y Trigo, etc. De este modo, las técnicas y el enfoque, la mentalidad y los modos de interpretar les convierte en claros artistas y exponentes de su tiempo. 

Esta obra de pintores que retoman algunos de los modos del realismo y los hacen evolucionar -ninguno de ellos podría confundirse con un pintor del siglo XIX o con uno de principios del XX, pues han hecho evolucionar la manera de pintar, en métodos y técnicas, y también la sensibilidad con la que pintan- en ocasiones recuperan la idea de belleza e incluso la de armonía, siendo en este sentido novedosos, ya que no suelen reflejar la belleza mil veces representada de modo similar sino que descubren nuevos ámbitos en los que ésta se presenta.

Fuente: https://www.artistaslibres.art/post/el-sentido-del-arte-realista-en-el-siglo-xxi

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