Por Raúl Pizarro Rivera


En otro de sus tantos gestos populistas con indisimulados propósitos de conquistar votos para las elecciones de octubre, Gabriel Boric invitó a una cena en la residencia presidencial de Cerro Castillo a los parlamentarios, sin distingos de partidos, miembros de comisiones vinculadas a la seguridad del país.

Cuentan que, culminado el encuentro, todos los presentes aplaudieron a Su Excelencia. Lo único real fue que, en este imperio de las desconfianzas en que está sumido el país, nadie pudo ingresar con su móvil al comedor y que, al salir de palacio, los opositores dijeron que “por fin el Gobierno reconoció que se equivocó con su respaldo y protección a las inmigraciones”, en tanto los progresistas no perdieron la oportunidad de recordar que “fue Piñera quien abrió las puertas a los ilegales”. En la administración anterior había 150 mil ilegales, en cambio hoy llegan a uno y medio millón.

En tan aplaudido pero poco fraternal diálogo Gobierno-oposición, sólo se concordó en que deben priorizarse las expulsiones de los mafiosos más peligrosos y quedó en “estudio” la formación de un Comité al estilo del creado para la pandemia, que asesore al Mandatario. Esto es, un grupo transversal que ayude al pomposamente llamado Comité de Seguridad de Ministros, cuyos paupérrimos resultados están a la vista.

De los 150 mil inmigrantes ilegales existentes en el gobierno piñerista, en su mayoría eran haitianos que llegaron gracias a un convenio entre Bachelet y la ONU a cambio de US$ 3 millones, de cuyo paradero nunca se supo. Arribaron en aviones comerciales especialmente contratados, elegantemente vestidos y, todos, portando falsos contratos de trabajo.

Hoy, un gran número de ellos se marchó hacia la frontera sur de Estados Unidos y los inmigrantes ilegales actuales son masivamente venezolanos, y La Moneda no sospecha dónde se hallan ni lo que están haciendo, incluso jefes y soldados de bandas criminales que aterrorizan a la población.

La segunda administración de Piñera, en rigor, tuvo una normalidad de apenas un año, precisamente el 2018, porque luego de su viaje a la frontera de Venezuela a gritarle a Maduro que era un dictador, pagó las consecuencias con un intento de su derrocamiento, el que estuvo a dos horas de concretarse; después se le vendrían encima los duros efectos de la pandemia del covid y, por último, el de cierre, el 2021, la izquierda mayoritaria en el Congreso Nacional proclamó un Parlamentarismo de facto, castrando las facultades propias del Ejecutivo.

Gracias a su mayoría, la izquierda legislativa aprovechó de aprobar cuanta norma facilitase el ingreso ilegal de inmigrantes y su respectiva defensa en tribunales para que no fuesen deportados. Hace más de un año, Boric prometió, ante el país, expulsar “en menos de cinco días” a los ingresados clandestinamente. Sólo 670 han sido deportados y cada semana ingresan a nuestro territorio 14 mil nuevos, a través de pasos no habilitados.

Los únicos venezolanos indocumentados que han salido lo hicieron vía aeropuerto internacional Arturo Merino gracias a que la propia Dirección de Extranjería les diese un salvoconducto para que pudiesen embarcarse en vuelos comerciales. O sea, llegaron como ilegales, vivieron como ilegales y partieron con una documentación que los legalizaba.

Con este tipo de conductas, el Gobierno sólo persigue dar engañosas señales electoralistas, pero sin atisbos de una real y urgente solución al dañino problema migratorio, generado por su propia gente a partir de la segunda administración de Bachelet, la de peor crecimiento económico (1.8) después de ésta de Boric, ello en casi 25 años.

Exageradamente difundidas, casi al nivel de cadenas nacionales, y ante la proximidad de las elecciones, municipalidades pro Gobierno recién ahora “descubrieron” la existencia en sus comunas de casas narco, procediendo a demolerlas con gran parafernalia, presentándolas, a su vez, como “guerra a las mafias”. Hace dos años, el alcalde opositor de La Florida, Rodolfo Carter, fue el pionero en dicho procedimiento de extinción delictual, pero a raíz de los aplausos de los vecinos, La Monera ordenó quitarle el apoyo policial para tales ejecuciones.

Así como este Gobierno no ha podido, no puede, ni podrá solucionar el gigantesco problema del crimen organizado, se le vino encima otra ola delictual que cada día -o noche, mejor dicho- crece sin control: el asombroso incremento de bandas, casi todas chilenas, destinadas a las encerronas -robos violentos de vehículos- y a los turbazos, un estilo de saqueos en grupo que pasó desde el comercio a las viviendas particulares, en especial de comunas periféricas del Gran Santiago.

El 2023, en todo el país, hubo 150 mil encerronas. En lo que va transcurrido de este 2024, el promedio es ¡800 por mes! En tanto el porcentaje de turbazos llega a ¡180! en el mismo período de tiempo

La ministra del Interior, atendiendo el clamor ciudadano de pacificar las vías públicas, diseñó el plan ´Calle sin Violencia, el cual lo extendió a nivel nacional “por ser todo un éxito”. Según propia confesión, se basó en un descenso de delitos callejeros de un 2%.

Los iniciadores de este brutal método colectivo de robo violento llamado turbazo, fueron las barras bravas del fútbol en sus desplazamientos a provincias, sustituyendo el antiguo y más riesgoso estilo de los mecheros, conocidísimos fundamentalmente en los supermercados, y motivo por el cual el propio Presidente Boric, en 2005, fue detenido en Punta Arenas.

El alcalde de San Bernardo, Christopher White, casi extenuado por las acciones de este tipo, y con homicidios por medio, clamó, junto a sus vecinos, “al Estado de Chile para que aplique, al menos, la ley de infraestructura crítica”, la que permite a las Fuerzas Armadas resguardar espacios públicos. Le respondió la comunista vocera de Gobierno, anunciándole que “se está conversando” al respecto, “para que militares reemplacen en esa misión a carabineros y, así, habrá más de éstos liberados para que estén en las calles”…

Además de falsa, su respuesta es como una aspirina para un cáncer: ¿hay en la actualidad carabineros cuidando las centrales eléctricas, las torres de transmisión, las antenas de comunicaciones, los centros médicos, las rutas, los aeropuertos, los espacios de producción alimentaria, las distribuidoras de energía y combustible? Su capacidad de eludir la realidad carece de límites.

En una de las encuestas más recientes conocidas y no realizada por algún ente opositor, un 82% de la población expresa que “Chile hoy es un país inseguro” y un 52% considera necesario “un Gobierno autoritario”.

Hay dos ejes centrales que inducen a la convicción de que, así como sucede con la inmigración ilegal, encerronas y turbazos tampoco serán enfrentados por la única vía que corresponde. Uno de ellos es la “justificación social” que el Gobierno les da a los robos con violencia y el otro es que la dotación de carabineros supera los márgenes mínimos recomendados por la ONU. Parece increíble, pero es así: Jorge Araya, académico en la materia de la USACh, y ex jefe de la División de Seguridad Pública del Ministerio del Interior, dijo que “este tipo de delitos suele estar asociado a protestas sociales”.

Es claro: el argumento comunista de los “luchadores sociales” en el Golpe de Estado del 18/O sigue plenamente vigente, pero ahora derechamente para explicar la criminalidad. Agrega Araya que “este fenómeno (el del robo con violencia) es especialmente complejo, porque tiene en su origen una justificación reivindicativa; son grupos que están protestando porque sienten que otros abusan” (¡¡!!) Dice comprender los turbazos porque “ellos (los delincuentes) sienten que las grandes empresas roban y, en el fondo, casi estarían haciendo un acto de justicia”. No hace mención a ‘la riqueza’ de los residentes de viviendas asaltadas en comunas periféricas, todas habitadas por gente de trabajo y jubilados.

El otro motivo central de la inacción del Gobierno va en dirección contraria al clamor general y cotidiano de la población por aumentar la presencia policial, especialmente nocturna, en las calles, y ello porque Interior se ciñe a los cánones internacionales de protección ciudadana. De acuerdo a las recomendaciones de la ONU en esta materia, hasta el 2023, la dotación mínima de seguridad pública debía ser de 280 policías por cada 100.000 habitantes, pero dicho mínimo fue rebajado (¿?) por dicho organismo internacional para este 2024 a 180 por cada 100.000 personas.

Con su dotación actual de 55.500, Carabineros se encuentra muy por arriba de esa norma, con, aproximadamente, 300 hombres por cada 100.000 vecinos. A nadie le cuadra que 50 mil policías son suficientes para proteger a 17.874.000 habitantes…

Cualquiera posibilidad de solución a tan severo problema se aleja aún más por otro increíble dato estadístico internacional: Chile es uno de los poquísimos países en todo el mundo cuyos guardianes del orden tienen expresas instrucciones de no usar sus armas. Son objeto de esta limitación, las policías de Inglaterra, Gales, Escocia, Irlanda del Norte, República de Irlanda, Islandia, Noruega y Nueva Zelanda…además de Chile, pero con la diferencia de que los otros no las portan y nuestros carabineros, que sí lo hacen, tienen prohibido hacer uso de ellas por mandato de este Gobierno, ya que ninguna norma legal o constitucional se los impide.

Además, ninguna de aquellas naciones tiene promedios cercanos a los desmadrados de Chile en cuanto a criminalidad, inmigración ilegal y robos con violencia.

Por algo, países de Europa y Estados Unidos recomiendan a sus ciudadanos evitar viajes al nuestro, en especial a Santiago y Valparaíso, a raíz de “sus márgenes desbordados de delincuencia”.

Como el Secretario General de la ONU vino a Chile a hacer un viaje privado en conjunto “con mi amigo Boric”, allí aquél habría sido informado de que por estas latitudes, nuestros policías no pueden combatir ni menos extinguir a los malhechores, sino tan solo perseguirlos para que al día siguiente, si es que los pillan, sean dejados en libertad, dada la generosidad de jueces y fiscales.

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