Por Raúl Pizarro Rivera


El regreso a la democracia marcó la dicha para la vengativa y odiosa generación progresista nacida en los 80, y que se dejó sentir públicamente en las barras bravas de Colo Colo y del equipo de la Universidad de Chile. El coreado “¡y va a caer, y va a caer!” se extendió, cual reguero, a multifacéticos niveles de la población, mucha de la cual que no vivió la Unidad Popular y no había nacido para el 11 de septiembre de 1973.

La peor noticia para Chile en su brevísima transición de un régimen a otro fue el rápido empoderamiento de una casta progresista (revolucionaria) y de gran audacia para ejecutar la violencia como ‘diálogo’ y en cualquiera de sus expresiones e instancias.

Para hacer frente a esta amenaza, surgió un inaudito estilo de ejercicio de la autoridad: ceder ante el violentismo, con un Poder Ejecutivo permisivo. El escenario habitual de este nuevo Chile permeable al delito fue el de las tomas, huelgas, funas, barricadas, quema de neumáticos, rayados ideológicos, okupas y un permanente clima de amenazas a las autoridades de cualquier tipo, todo ello además de un cotidiano enfrentamiento con Carabineros a punta de bombazos y piedrazos. De aquellos iniciadores de este transformador clima, nunca ninguno llegó a pisar un tribunal acusado de violar las libertades de los demás.

El primer damnificado por esta óptica permisiva de la autoridad con el vandalismo político fue Carabineros, llegando al límite el 2019 con el Golpe de Estado exportado por Venezuela y propiciado en suelo nacional por el PC y el FA. En esa dura y cruenta confrontación callejera entre defensores y violadores de la ley, se selló el destino, casi trágico, que vive hoy dicha institución: las hordas vandálicas terminaron avasallando a su personal de control de orden público, mediante cuchillazos, ataques con ácido, lluvias de piedras, balines, golpes con fierros y petardos encendidos dirigidos a sus cuerpos. Así y todo, sin armas, y sólo con lanza gases y chorros de agua, impidieron que La Moneda fuese copada y, con ello, el automático desaparecimiento de la democracia en Chile.

Para mayor perjuicio, el pánico del entonces Presidente de la República, los ató de manos, los destruyó anímicamente y les condicionó a un grado mínimo su nivel operativo. La Convención Constitucional, incluso, propuso hacerlos desaparecer y sustituirlos por una policía popular…

A Carabineros se le cercenó su principal misión constitucional y su mejor activo profesional: reprimir, incluso con sus armas, la insubordinación pública. Casi maldadosamente, se les envió a clases de ética y de derechos humanos, pero con apenas dos horas anuales de práctica en polígono. Se calcula que no dentro de mucho, una general hoy a cargo exclusivo de los DD.HH., puede llegar a ser jefa máxima de la institución.

Ninguneado por el ordinario trato a su actual Director, Ricardo Yáñez, –aunque desde siempre, afín a la izquierda-, Carabineros está impedido, por expresa imposición del PC, de utilizar su poder de fuego, siendo que la población es testigo incrédula del dominio descontrolado del crimen organizado, bien provisto de armamento de guerra.

Por no ser deliberantes, los carabineros tienen que callar y acatar, lo que posibilita que el responsable del clima delictual -La Moneda- se desentienda de su culpa y se la endose al Estado, lo que es una insolencia y una falacia: no fueron el Legislativo ni la Justicia quienes vetaron la Ley de Seguridad y fue exclusivamente el Ejecutivo el que estableció el uso de la fuerza siempre y cuando no fuese contra extranjeros ni contra miembros de alguna etnia originaria.

Desde su candidatura presidencial hasta la fecha, Gabriel Boric ha sido inconmovible en mantener su palabra de que “no combatiré la violencia con más violencia” y ha sido, también, un modelo de mentira, al asegurar que “perseguiremos como perros a los delincuentes”.

No fueron persecutores chilenos quienes capturaron en Colombia al asesino del teniente Enmanuel Sánchez, ni existe un ápice de seguridad, pese al Estado de Excepción ‘Moderado’, para los habitantes de Arauco, Malleco y Cautín: tres carabineros fueron bestialmente asesinados e incinerados y ningún testigo se anima a hablar por temor.

Hay que ser extremadamente caradura para afirmar, como lo hacen Carolina Tohá y los candidatos a alcaldes de la izquierda, que “la primera preocupación del Gobierno es la seguridad de la ciudadanía”. Ello fue desmentido de una plumada por tres asesinos venezolanos que recorrieron libremente 2 mil kilómetros de nuestro territorio, desde Santiago a Colchane, tras el secuestro y ahorcamiento del refugiado político Ronald Ojeda y del baleo mortal al teniente Enmanuel Sánchez. Nadie los interceptó ni descubrió.

Ante los gritos de angustia de los vecinos que piden a militares en las calles, el Presidente respondió con un comentario que, rápidamente, fue eliminado de sus grabaciones por los medios televisivos: “tal como dijo Camila Vallejo (PC), los gobiernos progresistas corren el riesgo de que exista gente dispuesta a sacrificar cuotas de su propia libertad a cambio de ver a militares en las calles”.

A esta mal disimulada indiferencia gubernamental por la absoluta inseguridad ciudadana hay que agregar la convicción del ministro de Justicia, Luis Cordero, quien se juega para que los tribunales no decreten más cautelares de prisión preventiva “porque no hay espacios en las cárceles” … Si a ello se le suman reveladores comentarios del subsecretario Manuel Monsalves en cuanto a que “no se puede improvisar decretando Estado de Sitio en Arauco”, la conclusión es tan desalentadora como definitiva. Habrá que habituarse a las amenazas recibidas en la Comisaría de Cañete respecto a que “seguiremos matando pacos”…

El conjunto de estos antecedentes, y todos muy recientes, induce al convencimiento de que la autoridad es conformista y complaciente con el estado ruinoso de Chile, pues en la medida en que éste se agudice al más breve plazo, mayor será la posibilidad, todavía, de inyectarle al país la mortal bacteria del totalitarismo.

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