Por Raúl Pizarro Rivera


No fue en una muy bien servida mesa en casa de un lobbysta ni tampoco una ocurrencia producto de alguna juerga: se lo dijo a todo el país en el transcurso de una larga entrevista por televisión abierta. La ministra del Interior, Carolina Tohá, declaró, y así de rotundo, que “el más importante legado que dejará este Gobierno es la institucionalización de normas en favor de la seguridad ciudadana”...No hay constancia de cuántos aparatos se apagaron o cambiaron su señal en indignada protesta por tamaña falsedad.

Para complementar tan aberrante afirmación selló hasta la mínima posibilidad de real combate al crimen organizado, al explicar que “muchas voces piden que se elimine la delincuencia a punta de balazos, pero acá nunca ocurrirá lo de El Salvador, el país latinoamericano donde mayor muertes se registran en contra de supuestos delincuentes”.

El de Tohá es el segundo portazo de La Moneda a la única y postrera vía de extinción real del crimen organizado. El primero lo dio el propio Presidente de la República, al reafirmar que en la “persecución” al mundo delictivo “jamás se utilizará la violencia”, porque, según él, hay que respetar el Estado de Derecho: “a los criminales se les persigue, se les detiene y se les entrega a la Justicia para que los juzgue, y, si se justifica, se les envíe a prisión”. De un 23,7% de autores sin apresar durante 2022, a la fecha esa cifra está en el 51,6%.

“Los Gobiernos son muy cortos y la delincuencia es muy larga” afirmó alguna vez Álvaro Uribe, ex Presidente de Colombia, en momentos en que su país sufría los embates del narcotráfico y de las FARC, y ello en justificación de su iniciativa de enviar a sus Fuerzas Armadas a combatir ambos flagelos. “Aquella no era una cárcel, era una universidad del crimen. Entré con un bachillerato en marihuana y salí con un doctorado en cocaína” narró su experiencia en prisión Johnny Depp, actor, productor de cine y músico estadounidense, quien con su vivencia graficó la realidad de los recintos carcelarios no sólo de su país, sino del mundo entero. Chile no es la excepción, por ser éstos centros de operaciones de las mafias y desde cuyas celdas se maneja el crimen organizado.

La población carcelaria en el país es de 57.000 personas. En marzo de 2023 era de 47.334, con un promedio de aumento –según Gendarmería- de 1.000 reclusos ingresados por mes. Un narcotraficante internacional, George Jung, fallecido hace tres años, al salir de prisión por colaborar con la Justicia sin cumplir las seis décadas de pena, recomendó que “si quieres evitar vivir tras las rejas, no seas un criminal”, circunstancia que en Chile no se da porque acá el delincuente sabe que no corre riesgos de perder la vida, ya que los encargados de enfrentarlo tienen órdenes de no abatirlo “por respeto a sus derechos humanos”.

La capacidad máxima de los actuales recintos penales es de 42 mil privados de libertad: ¡hay 57 mil! De ellos, el 45% corresponde a bolivianos, colombianos y venezolanos.

Es ésta, una de las tantas razones para que los tribunales hayan triplicado la alternativa de la prisión preventiva: muchos jueces, al tanto de la realidad carcelaria, evitan enviar a los penales a cumplir las cautelares. Ante ello, el nuevo presidente de la Corte Suprema, Ricardo Blanco, instó a sus magistrados a que “respeten las leyes”, porque -así de claro- “el hacinamiento en las cárceles es responsabilidad exclusiva del Ejecutivo”.

A raíz de ello, el subsecretario de Justicia, Jaime Gajardo, reveló que el Gobierno “evalúa” (?) construir un penal de máxima seguridad “sólo para caudillos del crimen organizado”. Con ese tipo de exquisita selección, dijo que “podríamos aislar y segregar adecuadamente a esas personas”. En rigor, el sistema penitenciario se encuentra en crisis debido al explosivo aumento de la criminalidad y a la total negativa del Gobierno a exterminar a los hampones en flagrancia, ello sumado a la ausencia de condiciones que permitan ejercer un adecuado control sobre la población penal: son 800 las bandas que operan al interior de los penales.

Anunciada como parte de “la solución”, entró en funcionamiento la nueva cárcel de Talca, pero se mantiene en marcha neutra en espera de ser concesionada para poder operar a pleno con su capacidad de 2.320 reclusos. Una especie de amortiguador de esta dramática realidad, e insolucionable, sería temporalmente habilitar recintos con baños colectivos –que los hay en abundancia- y espacios pertenecientes a Bienes Nacionales para la reclusión de condenados menos peligrosos. Por falta de personal de Gendarmería, ellos tendrían que ser custodiados por personal de las FF.AA., pero como Boric, Tohá y el PC no quieren ver ni en pintura a militares en operaciones de control ¡efectivo!, esta opción es desechable en el mismo acto de ser propuesta.

Claro y definitivo: el Gobierno rehúsa combatir en acción a los delincuentes y su único objetivo es enviarlos a prisión, pero a prisiones súper pobladas, y en las cuales operan 800 bandas organizadas. Dados estos antecedentes, queda al descubierto que es el más interesado en que la criminalidad, por oscuros pero adivinables propósitos, continúe creciendo. Aquí no hay cuestiones de espera, paciencia o rogativas: la ideología en el poder, aunque minoritaria, es la que conduce la máquina que está, adrede, demoliendo al país.

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