7 de octubre de 2024 

 

 

 

 

 

Pablo Errázuriz Montes


Se ha revelado que una exdiputada, ex consejera de la fallida constituyente 1.0 y ahora candidata a la alcaldía de la comuna con mayores ingresos económicos de Chile, mantenía una vinculación contractual con una universidad por un estipendio extraordinariamente alto. Hemos escuchado argumentaciones para condenar y para defender la legitimidad de mantener ese vínculo, y esa remuneración tan difícil de explicar racionalmente. La disyuntiva se plantea sobre, si es o no legítimo para la universidad y para la incumbente pactar ese contrato y remuneración y haberlo mantenido, no obstante ejercer cargos públicos que demandaban presuntamente toda su atención y tiempo.

Los argumentos esgrimidos dan cuenta de las creencias respecto los fundamentos de estratificación social en la sociedad en que vivimos. Conforme se planteó el debate, se desprende una diáspora de opiniones, sobre quienes son o deben ser, los “mejores” y  los “peores” en nuestra sociedad. Lo anterior es más problemático que otras disyuntivas y diferencias de las muchas que nos separan. Mis letras apuntan pues, no a un juicio moral o jurídico sobre el hecho relatado en el párrafo precedente, sino a una sinopsis de esta disyuntiva.

La democracia es el mito que envuelve a la sociedad occidental contemporánea. La palabreja ha migrado de ser referida exclusivamente a un régimen político determinado, para extrapolarse a las pretensiones de una igualdad social ideal; y, radicalizando el argumento, a una llamada igualdad sustancial de todos los ciudadanos. Existe sobre el particular una evidente confusión conceptual entre lo descriptivo y lo prescriptivo, esto es, entre lo que son y lo que deben ser las cosas. Para mayor enredo, hay quienes buscan argumentos de discordia revolucionario-dialécticos. Entre estos últimos se esgrime la igualdad sustancial, como una potente fuente de conflicto, y se esgrime como argumento revolucionario.

Pero mis letras apuntan a referirse solo a los confusos de buena fe: ¿Qué estamos diciendo cuando hablamos de igualdad democrática en la sociedad?  ¿1) que somos todos iguales, o 2) que debiésemos ser todos iguales?

A la primera pregunta, la respuesta general y evidente es: No. No somos todos iguales. Hay inteligentes y bobos, trabajadores y flojos, gordos y flacos, buenos y malos, empáticos y egoístas, amantes y odiosos etc. etc.

A la segunda pregunta no hay consenso. Hay una proporción de lo que se da en llamar de “gente de izquierda” que considera que la radical causa que no seamos iguales, son las condiciones objetivas en las cuales la sociedad nos condiciona y oprime. La solución pues será transformar la sociedad y suprimir las injusticias y opresiones nativas para que surja el hombre nuevo. Aquel reino de la justicia social, donde seríamos todos parejitos.

Otra proporción, de los que se dan en llamar “gente de centro izquierda o centro derecha”, reconociendo como imposible la igualdad de los talentos de las personas y por ende del resultado de su acción en la vida de cada uno, abogan por la igualdad de oportunidades. El Estado omnipresente debiese garantizar esa igualdad de oportunidades de los individuos.

Por último, continuando esta taxonomía política, la “gente de derecha” estaría por la opción que cada uno se rascase con sus propias uñas y la manera en que cada uno progresará hasta el límite de sus posibilidades, será aquella condición en que, ni el Estado ni cualquier poder externo al individuo, le impusiera un límite a su libertad personal.

Es esta una taxonomía más o menos genérica. Los argumentos que he escuchado, confusos en sí, son algo matizados en alguna de esas opciones. En cualquier caso, respecto todos ellos, manifiesto mi más completo y absoluto desacuerdo y el sentido de estas letras es formular mi personal explicación. Estimo que tal extravío, nace de un error común que podría llamársele el gran mito de la modernidad

Aquel error es la fe en la omnipotencia humana. Y ese error es el que le da vida al mito de la igualdad. Las tres respuestas a la pregunta formulada, están igualmente equivocadas porque todas ellas creen en la igualdad humana. La evidencia indica que, no hay igualdad de origen, no hay igualdad de oportunidades y no hay igualdad de destinos. Y tampoco puede haberla.

Desde el día que nacemos, vivir es sentirse limitado y, por lo mismo, tener que contar con lo que nos limita. Todo en la vida es resistencia que vencer, y resistencias que no necesariamente las salvaremos. El mito de la modernidad nos dice lo contrario: Vivir es no encontrar limitación alguna, por lo tanto, abandonarse tranquilamente a sí mismo. Prácticamente nada es imposible, nada es peligroso y, en principio, nadie es superior a nadie[1]. Y de que nadie sea superior a nadie nace el mito democrático.

Pero, así como no pueden volar los elefantes, así tampoco ningún poder humano podrá jamás igualar las circunstancias que rodean la vida de cada individuo, y el resultado de esa evidencia es que cada ser humano se enfrenta singularmente a un destino que es de él y nada más que de él, distinto al del prójimo. No reconocer esta verdad es mentir al resto y/o mentirse a uno mismo. ¿Por qué se miente sobre esto a los demás? Quizá para conquistar voluntades a través de conquistar corazones. ¿Por qué el hombre se miente a sí mismo sobre cuestión tan evidente? Quizá por temor a lo desconocido y para evitar el agobio de confrontarse cotidianamente a una realidad hostil.

Aristocracia es una palabra que se deriva del griego, y significa el gobierno de los mejores. Pero en la sociedad dominada por el mito democrático, a nadie se le puede reconocer ser superior a nadie, por ende, no se concibe el gobierno de los mejores. Hoy la palabra aristócrata está deformada por la cultura anglosajona. Refiérese a alguien adinerado, distante, desinteresado del prójimo, e indolente con el resto de la humanidad. Pero la aristocracia es casi exactamente lo contrario. Aristócrata es aquel que conquista una dignidad porque la nobleza obliga. El aristócrata verdadero -hoy inexistente dentro de los que gobiernan- es aquel conectado con el mundo de los demás y que se hace cargo de ese mundo que trasciende el propio. El aristócrata se conduele y compadece del prójimo y se alegra de su bienestar. Es el noble, no de sangre necesariamente, sino de corazón.

La sociedad humana jamás es gobernada por el pueblo gobernado. Aquello es un mito de la hora presente. La sociedad humana hoy, mañana y siempre, ha estado y estará gobernada por los mejores. ¿Quiénes son los mejores? aquellos que con mayor inteligencia sagacidad o astucia, tienen el talento de posicionarse en los espacios de poder para que el resto de la sociedad obre conforme a la voluntad propia del poderoso. El que diga que los que mandan están ahí porque los eligió el pueblo dice una verdad a medias y una verdad a medias es una mentira a medias. La causa basal de que los que mandan estén donde están, es su capacidad y no la voluntad del pueblo gobernado.

Para que en la sociedad prime la justicia, la cuestión pues no es que haya personas mejores que otros, porque las habrá siempre. La cuestión es, para que una sociedad sea justa[2] (hoy día se dice una sociedad democrática) es preciso que los mejores se sometan ellos a limitaciones y se hagan cargo (nótese lo explícita que es la palabra cargo) de los gobernados, practicando con prudencia la justicia distributiva. La condición de posibilidad de una sociedad justa es que, la nobleza obligue.

La señora incumbente del sueldo extraordinario se ha defendido, y sus partidarios la han defendido, esgrimiendo argumentos pobres, carentes de profundidad, proyectando la idea que la libertad es para ellos la extensión sin límites de su voluntad personal. Exactamente lo contrario que se necesita para ser digno de mandar a los demás. Además, han abusado y despreciado la inteligencia de quienes pasivamente recibimos sus explicaciones. Traducido a los gobernados, sus explicaciones se perciben como: somos los zorrones, somos los winner y por eso debemos mandar sobre los demás, punto final.

Lo más lamentable y empobrecedor para la sociedad de este episodio, es el efecto demostración sobre los gobernados. La gran crisis contemporánea es una crisis de expectativas desfondadas y sin límites de los gobernados[3]. La gran tarea de los gobernantes es orientar esas expectativas para que ellas sean congruentes con el bien común general. La señora incumbente y sus partidarios han proyectado la idea que hay que aprovecharse de las circunstancias en beneficio propio, unlimited; hasta que duela. Esa actitud de los que mandan, en este y otros luctuosos episodios, se perméa hasta los insterticios más básicos de la sociedad, con fatales consecuencias. Porque, si no hay medida prudente de lo que a cada uno le corresponde, no podrá haber justicia distributiva; y si no existe la justicia distributiva y así obrásemos todos, aquello sería la muerte de la convivencia. Es un dos más dos son cuatro, que, en su vehemencia por alcanzar más poder, algunos no quieren comprender.

[1] José Ortega y Gasset. La Rebelión de las Masas

[2] Hoy se dice en lugar de la palabra “justa”, “democrática” lo que representa una evidente manipulación del idioma para mistificar la democracia, por ser un régimen político mucho más fácil de ser influido y permeado por los poderosos.

[3] Sobre el particular, véase https://pabloerrazurizmontes.blogspot.com/2024/08/la-modernidad-y-la-crisis-de-los-deseos.html


Fuente: https://pabloerrazurizmontes.blogspot.com/2024/10/zorrones-winner-aristoctratas-y-nobles.html

.