4 de septiembre de 2024 

 

 

 

 

 

Pablo Errázuriz Montes 


Los motores a pistón propulsados por gasolina, requieren un mecanismo que provea una chispa para provocar la explosión que hace girar el cigüeñal o eje central. Sin chispa no hay movimiento y por ende no hay propulsión. Los filósofos de todos los tiempos, especialmente los que cultivan la filosofía de la historia, han buscado incansablemente averiguar y definir, cuál es la chispa que mueve la historia humana. Rodeados por la circunstancia mayormente incógnita de la realidad, y acosados por la conciencia, aquella extraña potencia que, al parecer, no compartimos con ningún otro ser de la creación, el hombre ha buscado, qué es lo que lo mueve a él y a quienes lo han precedido en la historia.

¿El afán de amarse?, ¿de disputar irracionalmente?, ¿de destruirse?, ¿de poseer la voluntad de los demás?, ¿de vencer a la muerte, de suprimirla junto con el tiempo, y vivir para siempre? Palabras, palabras, palabras; responde Hamlet, cuando sumergido en densas lecturas, le contesta al intruso Polonio quien, instruido por el Rey danés a espiar la insana conducta del príncipe, le pregunta por sus materias de estudio. A través de su respuesta, el temperamental príncipe le quiere ilustrar su completa impotencia para encontrar el sentido de la existencia a través de la lectura.

Así es; en innumerables textos escritos a través de la historia, el hombre ha buscado sentar las bases para una comprensión más completa de la realidad, proponiendo múltiples hipótesis sobre la genealogía del pensamiento humano. Y esas hipótesis con mayor o menor pretensión de verdad, son propuestas por hombres y mujeres rodeados de circunstancias. Y las hipótesis son diversas porque diversas son esas circunstancias que les rodean a cada uno de ellos. ¿Una trivialidad lo que digo? Pero sucede que esa trivialidad muchas veces no se pondera, y se pretende entender o refutar a Platón con los ojos del habitante de nuestro siglo.

Volviendo a la metáfora del motor a gasolina, me hago varias y diferentes preguntas: 1) ¿hay una única chispa que mueva a todos los hombres, durante toda su historia? 2) ¿esa chispa es la misma que nos mueve como hombres racionales y conscientes, con aquella que moviliza al resto de la creación? 3) ¿somos acaso los hombres una anomalía o simplemente seres más sofisticados en una única y monótona creación?

Lo azorante de estas preguntas deriva que no tenemos respuesta plausible a ninguna de ellas, derivada de la observación material y de la experiencia, y que, quizá no podamos tenerlas jamás. Kant la hizo cortita: negó la posibilidad de tal conocimiento. Le dijo al hombre post ilustrado “mete las narices solo en aquello que puedes saber a ciencia cierta y olvídate del resto”. Y así camina nuestra cultura occidental hasta hoy: negando que hay un elefante en la habitación. Y ese elefante se llama el sentido de la existencia. El petizo habitante de Königsberg, seguramente preocupado por las graves consecuencias de su proposición, en obra posterior concedió que las creencias religiosas o tradicionales, nos podrían salvar de la angustia de perder ese sentido vital. Pero esas respuestas, no podrían llamarse conocimiento.

Pero quisiera aproximarme o conjeturar una respuesta a la primera pregunta, planteada más precisamente de otra forma: ¿a los hombres del siglo XXI nos mueve la misma chispa que a los de siglos pretéritos? ¿hay mayor o menor sabiduría en las motivaciones y deseos de nuestro siglo?

Qué mejor que la ciencia económica, para reconocer cuales son los deseos que motivan al hombre del siglo XXI. Porque la economía tiene un axioma bastante ilustrativo en esta habitación donde el elefante aquel es transparente. Dice ese axioma que, la sociedad se mueve por expectativas económicas, léase, por deseos materiales. Más específicamente, nos conducimos exclusivamente para que nuestros deseos materiales presentes, se satisfagan en el  futuro.

Leo pues, en las noticias económicas, que la cotización de una empresa que fabrica los chip del futuro, que integrarán unos super procesadores de datos, que podrán elevar a la potencia la cantidad de datos que hasta ahora procesan los computadores, ha subido en 600% su valor bursátil en cuestión de meses. Esto se deriva de la creencia o fe, que la llamada inteligencia artificial será la que formateará nuestra vidas de aquí a pocos años más y que el hombre, como dice aquel superhéroe de Toy Story, podrá llegar al infinito y más allá.

Lo que nos indica esa alza bursátil, no es lo que sucederá, sino lo que el hombre ilustrado del siglo XXI cree que sucederá. ¿Y que hay tras esa creencia? Pues hay un deseo que eso suceda. Ponemos atención en lo que, deseamos que sea la realidad. Seremos felices y comeremos perdices. Unas supercomputadoras nos proveerán de las cosas que necesitamos y seremos unos ociosos dichosos. Las agendas políticas apuntan a eso. ¿Qué es sino aquello, la agenda 2030 que proyecta esa utopía (o distopía según se vea)?

Mientras tanto, el elefante barrita dentro de la habitación y seguimos simulando que no lo vemos. ¿Y cuál sería lo malo de aquello? Pues que el mundo que nos rodea, es cada vez más feo e injusto, compuesto de unas elites que amaneradamente simulan no ver el elefante y por el resto de la humanidad que sí lo ve, porque el hombre nativamente y sin las deformaciones de la ilustración, es dominado por ese hambre de sentido.

Porque ¿Cuál creen ustedes que es la causa de este mundo paralelo de las drogas, la delincuencia y la rebelión de una religión primitiva como la mahometana? ¿Se recuerdan la obra de arte cinematográfica titulada La Naranja Mecánica? ¿Cuál era la querella del protagonista con el mundo que lo rodeaba?

La misma respuesta aplica a ambas preguntas: la falta de sentido que tiene la existencia humana formateada por el relato del mainstream dominante. La ceguera deliberada que nos enseñó el petizo prusiano: debemos olvidarnos del elefante en la sala porque no tendríamos explicaciones basadas en la experiencia.

No señores; la elite está equivocada. No habrá aquel mundo diseñado por burócratas en las oficinas de la ONU, simplemente porque no cuadra con la naturaleza humana. No existe la inteligencia artificial. La única que existe es la natural y anterior a la inteligencia, es la conciencia que nos caracteriza como criaturas únicas del universo. Kant se equivocó: no solo es posible el conocimiento más allá de la experiencia. Es necesario. Y más que necesario: es imprescindible para identificarnos como seres humanos. El elefante dentro de la habitación no solo existe y está presente en la conciencia de todos los hijos de mujer, aunque los economistas y burócratas de la ONU simulen no verlo; es que ese elefante es el único que nos puede salvar. Porque salvarse quiere decir tener un sentido para vivir y las expectativas económicas no son suficientes para ello.

Mi personal respuesta a la primera pregunta es: No. No hay una única chispa que moviliza al hombre a través de la historia y precisamente la pobreza de esa chispa contemporánea hace que el motor funciona rateando y echando humo negro. Debemos refinar esa chispa de la existencia humana, reconociendo que somos mucho más que lo imaginado por los burócratas de la agenda 2030.

Fuente: https://pabloerrazurizmontes.blogspot.com/2024/09/el-elefante-invisible.html

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