7 de junio de 2021
Pablo Errázuriz Montes
La ciencia física y la biología nos ofrecen en los tiempos que corren, evidencias que nos mantienen perplejos; la materia no es estática, se encuentra en un devenir, en un curso; en un desde, rumbo a un hacia. Moléculas que están en un eterno potenciarse o degradarse, conformadas por estructuras atómicas que giran a unas velocidades increíblemente altas, y que tan pronto se conforman en esos órdenes, como también se dislocan y se transforman en “otra cosa”. La biología moderna ha demostrado que los seres vivos tienen una indeterminada (y quizá indeterminable) aptitud de mutar en estructuras diferentes. Todo este cuerpo de estructuras vivas e inertes, viajan a través del espacio en expansión desde un hipotético día cero del big bang, hacia un destino y en un rumbo imposible de determinar para la inteligencia humana. Nuestra fuente de vida que es el sol, también fluye y se consume, de modo que es posible conjeturar con datos bastante precisos, que un día dejará de alumbrarnos y hacer posible la vida en la tierra. Para mayor perplejidad, la conducta de estos cuerpos atómicos, que creíamos se conducen de modo causal y predecible, se ha constatado que en determinadas circunstancias se conducen de manera aleatoria y eventualmente arbitraria.
Estas evidencias-conjeturas-hipótesis, de las ciencias naturales, es el telón de fondo, o el suelo, o el entorno; desde donde el hombre se hace las preguntas eternas de la filosofía. Y así ha sido desde los albores del pensamiento codificado por el idioma, que en occidente lo fundamos en aquellos pensadores de las costas de Anatolia, por allá por el siglo quinto antes de Cristo. Desde entonces hemos desarrollado conceptos, gracias al idioma, fundados en el retrato que se tiene de la realidad en base a lo que la acumulación de conocimientos sobre la realidad material que nos circunda, nos permite conjeturar.
¿Qué sucede pues cuando aparece un Galileo y zamarrea el árbol de la realidad, y empiezan a caer frutos, cuya existencia antes no nos representábamos que podían existir? Pues sucede lo que gatilló Galileo. La visión del mundo comienza a cambiar a un punto tal que las convicciones y certezas que se tenían entonces se fracturan, caen y se comienzan a disolver. En su defensa el angustiado náufrago de esas ideas que es la conciencia humana, edifica nuevas certezas para poder aferrarse a ellas. Y lo que a mí juicio sucede en el mundo moderno, es que las nuevas evidencias descritas en el primer párrafo de estas letras, conforman un nuevo telón de fondo, suelo, o entorno, en que las ideas filosóficas se reacomodan. Y siendo este reacomodo muy lento y doloroso, lo que vivimos creo yo, es precisamente la “crujidera” de las ideas de la ilustración, que ordenaron el mundo hasta hace muy poco. Así, nos encontramos “dando palos de ciego” en esa búsqueda de nuevas certezas y son algunos de esos palos de ciego, los que pretendo develar.
En efecto, no son estas conjeturas ocio de diletantes sin relación con nuestra vida cotidiana. Por el contrario. El impacto de esta fractura de las convicciones que fundó Newton con la ley de gravitación universal, hoy en franco cuestionamiento y disolución como pilar de la carpa del mundo, nos afectan de una manera cotidiana en el debate social, valórico y político. La ilustración, el racionalismo y la fe en el progreso y la ciencia empírica, lentamente se van inundando y amenazan con irse a pique. La teoría de la relatividad de Einstein, las evidencias sobre las dimensiones y expansión del universo, la teoría cuántica sobre la incausal conducta de cierta materia, son las que implícitamente inducen a Nietsche a su filosofar con el martillo, haciendo trizas las convicciones pretéritas. El nihilismo implícito de filósofos como el bigotudo alemán o Foucauld, es en cierto sentido un vaciamiento de las convicciones ilustradas sin un relleno aun con nuevas convicciones.
Ante esta fractura reaparece la vieja polémica, prexistente ya en la filosofía pre-socrática entre el objetivismo del mundo observado y el subjetivismo del sujeto que observa. Cuando no hay certezas, cualquier postura tiene tribuna -todo vale- y hoy vemos que las academias y la política están inundadas de un subjetivismo bastante obtuso. Es menester coger el martillo de Nietsche para darle de martillazos (filosóficos se entiende) y traer cordura y cauce a los debates.
Uno de los enemigos del subjetivismo imperante es el idioma. Florecieron en Francia y prosperaron en la academia en Estados Unidos, y ahora nos llegan envasados -deteriorados como muchas cosas que heredamos de Europa- a nuestro suelo, una vocación critica en contra de las certezas que nos provee el idioma. Este subjetivismo del observador ha llevado a postular con vehemencia dogmática, que debemos deconstruir (sin eufemismos léase “destruir”) el idioma. Aquellos edificios de la inteligencia lenta y trabajosamente acumulados de generación en generación. El armonioso castellano, el poético francés, el objetivo y certero inglés, el polifacético alemán son precisamente prodigios de la inteligencia humana. Ahora desde la academia, se propone deconstruirlos. El hombre por siglos ha creado reglas lingüísticas para mejor entenderse; y en castellano cuando se usa el género masculino se lo hace para invocar a personas de ambos sexos; no se lo hace no para imponer un sexo sobre el otro, sino para hacer el idioma un efectivo medio de entendimiento entre personas, hacerlo vivaz rápido y certero. Con la invocación a una supuesta virtud de ser “inclusivo”, imbecilidad que nadie es capaz de definir aun, se demuele el idioma repitiendo personas supuestamente inteligentes, como si fuese una letanía, los dos géneros en cada frase, tal como cuando veíamos a los nazis ridículamente levantar la mano para decir ¡heil Hitler!, cada vez que se cruzaban con alguien. Al escuchar esta letanía, me convenzo qué estamos en presencia no de la demolición del idioma, sino la demolición de la inteligencia; a la vez qué al sometimiento coercitivo por sumisión, a una regla totalitaria y estúpida. Si esto se impone en un “centro de pensamiento” como es supuestamente la universidad, ya el fenómeno es francamente delirante.
Otro de los enemigos del subjetivismo es el sexo. Para que no quede ninguna barrera que impida el imperio de la subjetividad, se impone a macha martillo la doctrina de género que pretende subjetivizar la realidad biológicamente objetiva del sexo, que dentro de otras consideraciones implica la continuidad misma de la especie. Esta subjetivización se pretende imponer con vehemencia totalitaria a través de la llamada, “doctrina” de género. Esta postula que el sexo no existe más que por una imposición, y que participar de un sexo es una decisión volitiva de cada uno. Algo así como los burros vuelan y yo no los veo volar, porque les he impuesto autoritariamente un rol de cuadrúpedos terrestres. Pero si me pongo a repetir en la academia, en la prensa y en las cabezas de góndolas de los supermercados que los burros vuelan, pues el que se oponga a la vocación aérea de los burros, será un discriminador que no quiere “incluir” a los burros en el universo etéreo, y por ende seré un burrofóbico[1]. ¿Da risa? Pero es que es, exactamente lo que sucede actualmente frente a nuestras narices.
En la política, este relativismo forzado y estulticia global se impone a través de la supuesta necesidad que los homosexuales contraigan matrimonio. El Estado, a través de los siglos a creado instituciones jurídicas obligatorias, cuyas fuentes materiales siempre han sido necesidades colectivas que es necesario regular forzosamente. La fuente material que dio lugar a la existencia de la institución jurídica del matrimonio no fue jamás el sexo en si mismo, sino la debilidad de la mujer para soportar sola la maternidad y la debilidad intrínseca de la prole. Por eso se llama matri-monio. Para proteger la matriz generadora de vida y al fruto de esa matriz. Jamás fue para proteger que las personas tuvieran sexo o convivieran. Al estado desde siempre, salvo por consideraciones de salud pública, nada le ha importado que las personas adultas tuviesen sexo entre ellos. A la moral de las personas que buscan una vida elevada de las bajas pasiones y administrar su libertad en la búsqueda de lo justo, lo bueno y lo bello, si que les puede repugnar la poligamia, la homosexualidad o el quiebre de las familias durante la dependencia de la prole; pero salvo cuando está comprometida la protección de los débiles, el estado no tiene ninguna justificación para intervenir con normas jurídicas imperativas. ¿Qué protección hacia los débiles hay en una pareja de homosexuales? Ninguna. Entonces ¿Que hay detrás de esta manía del mainstrem -que los políticos siguen como perritos falderos- de imponer el matrimonio de los homosexuales en los ordenamientos jurídicos de occidente? Implícito a ello está la tentación totalitaria de imposición de la subjetividad nihilista, imponiéndose por sobre las manifiestas realidades objetivas. En este caso, haciendo absolutamente artificial y letra muerta el orden jurídico civil.
José Ortega y Gasset advirtió hace cien años esta actitud que ya entonces despuntaba en occidente: el subjetivismo trepando por la borda ante el naufragio de las antiguas convicciones[2]. Para combatirla propuso una nueva epistemología[3] que fuese un remedio a esa tendencia. La denominó el perspectivismo. Su célebre metáfora de la naranja cogida por el observador implica observar una parte de su contorno y negársenos el resto; y al cambiar de posición de observación, perdemos la original perspectiva al ganar la que originalmente no observáramos. Sostenía que, siendo la posición del espectador de la realidad siempre relativa, la realidad objetiva es interpretada parcialmente desde una perspectiva y circunstancia. Solo somos capaces de observar la realidad objetiva desde una perspectiva; la nuestra. Pero la realidad sigue allá afuera de las subjetividades. Esta propuesta orteguiana nos permite confrontar esta conducta delirante que hemos descrito para que el individuo y la colectividad humana retorne a su cauce de convivencia y equilibrio.
Cuando era niño padecía de terrores nocturnos. Despertaba en la obscuridad y se me ocurría que la Calchona, que era una bruja maléfica cuya existencia me habían referido en mis estadías en el campo, se aparecería desde dentro del closet y me atacaría. Corría al dormitorio de mis. Mi padre, noche a noche, racionalmente me convencía qué la Calchona no existía y volvía a la paz del sueño.
La obscuridad de las certezas en el mundo contemporáneo, llevan a la humanidad a un pensamiento mágico similar al de la Calchona. Para enfrentar los despropósitos de la deconstrucción idiomática debemos enfrentar la vehemencia totalitaria, sin indignaciones morales, sino develando la ridiculez de aquellos artificiales conceptos. La indignación moral, aunque la sintamos y legítimamente, nos separa como un resorte de aquellos posesos de estas ideas delirantes. Debemos convencerlos, que la Calchona no existe.
[1] Metáfora expresada por Javier Banegas en “La Ideología Invisible”
[2] En sus obras “La Deshumanización del arte” y “En torno a los valores”
[3] Rama de la filosofía que trata sobre los fundamentos y métodos a través de los cuales se forma el pensamiento.
Fuente: https://pabloerrazurizmontes.blogspot.com/2021/06/objetivismo-perspectivismo-relativismo.html
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