12 de febrero de 2021 

 

 

 

 

 

Por Pablo Errázuriz Montes


José Ortega y Gasset en su obra Ideas y Creencias expresa grosso modo, que nuestras ideas y nuestra representación del mundo, que es su consecuencia, se sustentan en una creencia, de lo que es el mundo en sí. Para ilustrar esta tesis nos ofrece el ejemplo de quien abre la puerta de su casa con la plena convicción que al otro lado de ella está la calle, las veredas las plazas los edificios; en dos palabras, el mundo. Y, por el contrario, tenemos la certeza que al abrir esa puerta no nos encontraremos con un abismo o la nada.  No es que pensemos o tengamos la idea que el mundo está al otro lado de la puerta. Nuestra convicción nace de una creencia.

Para convencer al lector que esta tesis no es un puro galicismo o juego de palabras, Ortega nos ofrece el ejemplo de lo que ha sucedido históricamente en nuestra cultura occidental en los últimos mil quinientos años, en que dos creencias sucesivas y en buena parte antagónicas, la han acompañado.

La primera, el credo cristiano con su fe en un Dios uno y trino, y su visión salvífica del alma humana con un destino trascendental. El hombre occidental que vive desde el año 400 hasta Galileo y Newton (1564 nació el primero y 1727 murió el segundo), lo hace bajo una convicción absoluta que le ayuda a construir un mundo sólido y unitario, que reúne a las voluntades humanas y le permite al observador descansar en la convicción que su prójimo se desplaza, en el tiempo-espacio de la vida, por un camino idéntico al que lo hace él mismo. Santo Tomás ordena estas creencias en una filosofía totalizadora que da respuesta plena a toda la fenomenología conocida hasta entonces.

Inmanuel Kant (1724-1806) amparado explícitamente en las ideas de la física de Newton, con germano rigor, funda y ordena las ideas de la ilustración que ya habían perfilado sus predecesores Descartes y Hume. Estas representan al racionalismo que es, como devela Ortega, mucho más que un cuerpo de ideas. Explicita una creencia; desde luego distinta a la anterior. La convicción que el mundo se desplaza infinitamente en el tiempo y en el espacio, racionalmente, en base a causas y efectos, explicables por las sólidas y aparentemente definitivas leyes físicas de Newton. Este mundo sólido se ampara en leyes, que el hombre a través de su razón, como expresa Descartes, le permitirán hilvanar causas con efectos hasta obtener la maravillosa conquista del conocimiento total del mundo. El racionalismo triza la creencia cristiana que le precede, y comienza a edificar un mundo que nos acompañó hasta Albert Einstein (1879-1955), Edwin Hubble ( 1889-1953) y Max Planck (1858-1947). El hombre, su mente, su espíritu; se regiría, según esta creencia, por las mismas leyes de Newton desarrolladas y ordenadas en la fenomenología humana individual y social.

Pertenecientes a la misma generación de Ortega, Einstein con su teoría de la relatividad especial, Plank con su descubrimiento que fundaría la Física Cuántica, y Hubble con la confirmación que nuestra galaxia era una mínima porción del universo; han trizado de una manera irremediable y definitiva la creencia racional. Tempranamente Ortega intuye éste colosal descarrilamiento del tren de la humanidad occidental, que discurría suavemente por los rieles del racionalismo, y que sostenía la convicción en el orden y progreso[1]. La física de Newton ya no es capaz de explicar fenómenos empíricamente comprobados y eso ha tenido y tendrá consecuencias relevantes en las ideas filosóficas que sostienen nuestra representación del mundo.

Pero el mundo no es un cine rotativo de barrio donde se proyectaban sucesivamente películas de distinto género. En esos cines se cerraba la cortina de una historia de cow boys y luego de un breve intermedio se daba inicio a la otra romántica. El mundo es infinitamente más complejo. El racionalismo no desplazó de la noche a la mañana la creencia cristiana en un Dios uno y trino, y el cristianismo no desplazó de un día para otro, al desvencijado mundo de la Pax Romana que le precedió. Son largos y a veces dolorosos procesos. La creencia desplazada tiene sus defensores y se resiste a morir y crea trincheras de resistencia. La historia del hombre no es precisamente pacífica. El hombre al decir de Ortega pertenece al género de las fieras, y tiene la tendencia a defender sus creencias de una forma bestial.

Este fenómeno de trincheras de las creencias desplazadas, empieza a manifestarse en nuestro mundo contemporáneo. Al mismo tiempo este desfonde de creencias genera inestabilidades que se extienden por muchos años. Tiempos recios que contrastan con aquellos dulces períodos de consensos universales.

Siguiendo la tendencia del racionalismo de reducir ideológicamente los fenómenos del mundo a leyes particulares, Carlos Marx, economista y filósofo, escribió a fines del siglo diecinueve, una colosal obra que pretendió sintetizar el devenir de las sociedades humanas a leyes que, el creyó, las definitivas. Su maestro Hegel había estimado lo mismo respecto de su obra también colosal.

Las utopías marxianas[2] probaron ser un completo, absoluto y definitivo desastre. El mundo no funcionaba como Carlitos decía; el valor del trabajo no era lo que él consideró, la utopía no existía, el orden total impuesto no cambió las expectativas ni las conciencias de quienes eran sometidos a este paraíso soñado por Marx. El resultado de la praxis marxista fue, pobreza, violencia, guerra, muerte y ningún fruto positivo para la historia de la humanidad, surgió de esos malhadados ordenes sociales[3].

Paradójicamente, el final de esta tragedia wagneriana del comunismo (o socialismos reales como elegantemente se les bautizó), sucedía en los mismos años en que físicos, astrónomos, químicos y biólogos empezaban a comprobar la validez de las teorías de Einstein y Plank, y la expansión exponencial de nuestros conocimientos del universo sideral derivadas de las evidencias acreditadas por Hubble. En cada uno de esos campos, descubrimientos colosales afectaron radicalmente nuestra representación del mundo. Algo pues olía mal en esta Dinamarca utópica del racionalismo filosófico. Las teorías perfectas, los modelos, las utopías; todas fracasaban y no cumplían sus pronósticos. Y para peor, la base de sustento del racionalismo le entraba agua por la sentina. La materia, ahora lo sabemos con certeza, no existe como unidad. El tiempo es relativo al observador; las partículas se comportan de diferente manera conforme a la perspectiva del observador, nuestro universo tiene dimensiones elevado a la potencia, de lo que hace 100 años dábamos por definitivo. Entonces el racionalismo materialista que miraba con desdén a la religión y a la metafísica como parte de un pasado primitivo y cerril, ha resultado ser tan imaginario e insubstancial como cualquier concepción religiosa o metafísica.

En el año 1000 de nuestra era, no sobrevino la parusía ni el fin del mundo; pero los milenaristas no abandonaron sus ideas escatológicas por ese solo hecho. Los fieles de la utopía del marxismo  y del socialismo utópico no han cambiado su fe, a pesar de los más de 100 millones de muertos que han causado y de la tragedia humana que desencadenó su creencia; todos hechos tan empíricamente comprobables como que el año mil el planeta siguió girando.

Pero el hombre no se conduce racionalmente, cuando de creencias se trata. Muy pocos tienen el coraje de abandonar sus creencias, porque hacerlo te somete a un vértigo abisal: te quedas sin suelo bajo los pies en sentido espiritual. A la angustia y ansiedad que provocan estas percepciones de falta de solidez en sus creencias, el hombre, individual y colectivamente, reacciona a veces con violenta porfía.

El materialismo dialéctico, que es la arcilla que creó el Tótem del comunismo utópico, es el mismo material con el que está moldeado nuevos inventos ideológicos del siglo XXI. La ideología de género es una especie de diablada fabricada con esta arcilla. Conjeturo que algún eugenista debe considerar esta ideología funcional a ingenierías sociales de reducción de la población humana. Pero al contrario del materialismo dialéctico que ofrecía algún razonamiento plausible, carece de todo dato sólido, siendo imposible sostenerlo en un debate académico racional, sin la concurrencia de procedimientos coercitivos de fuerza, tales como funas, expulsiones de académicos, anatemas, y otros procedimientos similares a las quemas de brujas en el tardío medioevo. Se sostiene en base a una repetición de mantras ideológicos que contienen majaderas falsedades. También fabricadas con esta arcilla surgen, creencias aún más cerriles, como el veganismo, asimilable a las devociones de santos menores en el medioevo tardío, donde devotos engreídos se conducían con extrema violencia y debían ser reprimidos y anatemizados por la autoridad eclesiástica.

Vivimos pues en occidente un mundo líquido según lo bautizara Sygmund Baupman, donde se han debilitado a tal punto las convicciones, tanto cristiana como del racionalismo ilustrado, que los hombres que buscan entender el mundo, no saben a qué atenerse. Poderosas razones y descubrimientos alimentan esta fragilidad. Pero occidente aún no ha creado o concertado una fe sustituta.

Como hecho sobreviniente al fenómeno de desintegración de las creencias; la inédita prosperidad económica que ha conocido el mundo desde 1945 en adelante, ha generado formidables bolsones de riqueza cuyas condiciones de posibilidad han sido dos: La gigantesca demanda de bienes de capital y de consumo de un mundo enriquecido, y la sofisticación de los sistemas financieros. Lo primero ha hecho posible que personas que han tenido el talento y oportunidad, sea de inventar esos bienes de consumo masivo o de mediar en su comercialización, han podido obtener una enorme riqueza. Lo segundo ha hecho posible que, con bastante seguridad jurídica, hayan podido acumular esa enorme riqueza.

Ambos fenómenos han hecho posible que determinados “filántropos” hayan conformado estructuras de poder, sustraídas casi completamente del poder de los estados nacionales. En efecto, sea para acrecentar sus fortunas o para participar en el vértigo del poder político, algunos millonarios de muchos ceros, han creado fundaciones supuestamente filantrópicas, que tienen la capacidad operativa y financiera para someter los procesos políticos de naciones completas a su voluntad, desdeñando y superponiéndose incluso, a la voluntad democrática de sus ciudadanos o de sus gobernantes.[4]

También los organismos internacionales creados a partir del año 1945, que originalmente respondían a estructuras burocráticas que se sometían con exclusividad y de manera excluyente a la voluntad los Estados miembros, son hoy financiados en parte por estos ricachones. Estas ONG (el solo nombre nos debería poner en alerta) supuestamente “cooperan” con los objetivos de las organizaciones internacionales formales, pero sus agendas, intereses e intenciones propios están explicitadas solo someramente en la letra grande de las actas de sus fundaciones; en tanto que, sus objetivos contingentes están en la letra chica, que, es dable conjeturar, no conoceremos a menos que seamos sus soldados.

Lo expresado no es teoría del complot ni nada parecido. Es una realidad política[5] bastante transparente. Como fenómeno político que es, representa un hecho nuevo e inédito que se da solo en las postrimerías del siglo pasado y en el XXI.

Naturalmente el fenómeno resulta incómodo para quienes valoramos la libertad personal y creemos e instamos para que, la soberanía nacional, sea solo una delegación de los individuos al Estado, Porque, si el Estado es susceptible de ser sometido a los dictados de un ricachón que no conocemos, que queda para los individuos.

Y en este contexto de irracionalidad racionalista surge la reacción a una supuesta pandemia asesina llamada Covid 19. Los criterios de autoridad y poder, desdeñando la ciencia empírica y el interés de los “pacientes”[6], hace varios años se han venido utilizando en la medicina pública. Son conocidos por todos que la salud pública es un negocio que mueve cifras de muchos ceros y que a menudo el bienestar de la salud humana real queda sometido a una verdadera tiranía.

Pero el episodio de la supuesta pandemia, ha develado que la racionalidad como método de escrutinio de la realidad, se encuentra en franca decadencia. Todas las evidencias científicas demuestran que el examen de PCR con el cual se toman decisiones de orden público, no tienen valor predictivo de una supuesta enfermedad, y qué en la inmensa mayoría de los supuestos infectados, no se enferman realmente. La Organización Mundial de la Salud sigue dando instructivos contradictorios que develan que los burócratas que la gobiernan carecen de la mínima capacidad. El mundo se suicida lentamente al amparo de esta racionalidad irracional.

¿No les parece esto como las discusiones de el sexo de los ángeles en las postrimerías de la edad media? ¿Será el signo del colapso de una fe? Conjeturo que algo hay de eso.


[1] Lema de uno de los apóstoles del racionalismo; Augusto Comte
[2] Marxianos se autodenominan la última falange de defensores de las ideas de Marx, para diferenciarse de los “marxistas” que serían los que  aplicaron de manera práctica sus ideas, quebrando el jarrón que contenía el elixir ideológico, traicionando la “pureza” de esas ideas.
[3] Que alguien me nombre una obra de arte, un invento útil a la humanidad que haya producido algún régimen político que abrazó el comunismo; y me desdeciré de lo que afirmo.
[4] Algunos detentores del poder estatal como Putin en Rusia o el Partido Comunista de China, han dispuesto lo necesario para neutralizar esos poderes. Vladimir Putin ha prohibido la existencia de ONGs financiadas desde el exterior de Rusia
[5] Política en el sentido que tienen consecuencias directas en el ejercicio del poder político interno de las naciones.
[6] Este adjetivo equivoco de nuestro castellano, degeneró en un sustantivo

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