14 de junio de 2020
Pablo Errázuriz Montes
El hombre es un animal racional. Para actuar en el mundo, se forma una representación de éste, usando su inteligencia con una intensidad y precisión que lo hacen único en la naturaleza conocida. Es capaz de leer dentro de las apariencias del mundo, las consecuencias de sus fenómenos. Lo hace con mucho mayor precisión y alcance que el resto de los animales, gracias al pensamiento racional.
Pero el hombre no es nativamente racional o más precisamente, lo es solo en potencia. La racionalidad surge de su motivación extraordinaria por asegurar el futuro. Digo extraordinaria por cuanto los demás seres vivos también tienen necesidades a futuro, como perpetuar la especie; pero por no manejar la racionalidad, su proyección del futuro es limitada. Solo el hombre se pre-ocupa.
No obstante, es importante recordar, que el pensamiento racional se forma sobre una base no racional. El mundo nos impacta y estimula nuestra sensibilidad; y basados en esa emoción primaria, construimos racionalmente una representación del mundo. Esta es la función básica de la inteligencia: interpretar nuestras emociones, ordenándolas racionalmente. Así lo hacen los niños.
Pero el hombre tiene por condición no satisfacerse con esa racionalidad básica. Luego de formarse esa representación del mundo puede “ensimismarse” para usar más intensamente su racionalidad, dándose certezas y trazando un plan hacia el porvenir. Fijarse propósitos, es lo que nos distingue de los otros seres vivos más o menos complejos, Es así como usamos nuestra inteligencia cronológicamente, proyectando nuestro devenir, en ordenes de magnitud incomprensibles e inconmensurables para el resto de los animales.
Sucede en el desarrollo de las comunidades humanas una dinámica que pretendieron interpretar O. Spengler y A. Toynbee[1] en el siglo pasado: La comunidad humana va “sofisticándose” hasta su fatal colapso (fatal según esos historiadores), acumulando técnicas que hacen la vida humana, individual y socialmente, más fácil. Vivimos, creo yo, una de esas épocas de plenitud, donde la técnica nos rodea en tal magnitud, que el hombre individualmente va perdiendo su aptitud de darse soluciones él mismo a través de su inteligencia. El hombre usuario de la ultra-tecnología, paradojalmente deja de ser el individuo nativamente tecnológico y se hace más vulnerable y dependiente de la sociedad. Un hombre del siglo XVIII y anteriores, debía manejar un arsenal de habilidades técnicas directamente él, para poder sobrevivir. El hombre del siglo XXI puede vivir siendo un auditor-espectador completamente pasivo, por cuanto dentro de otros mecanismos a su disposición está el dinero como hoy lo conocemos -formidable invento técnico del último cuarto del siglo XX[2]- el que nos permite vivir más o menos holgadamente, proveyéndonos de bienes y servicios que hacen posible la vida cotidiana. Y gran parte de la humanidad vive en esa condición, con un casi total desconocimiento de como funcionan todos los artefactos e instituciones tecnológicas que nos rodean y que hacen posible nuestra vida cotidiana.
Esta tan artificial condición que rodea al hombre contemporáneo, es -creo yo - la causa basal de tantísima estulticia que inunda la vida social. En efecto, la realidad, o la circunstancia diría Ortega, impacta emocionalmente los sentidos y la función básica de la inteligencia es -como señalé- crearse una representación del mundo fundada en ese impacto. Luego de ese ejercicio inicial de la razón, el hombre de los siglos pretéritos, debía necesariamente ensimismarse para trazar el propósito radical de su vida individual. Aquello era esencial para sacar su vida adelante. Sin ese ejercicio racional se arriesgaba a perecer superado por las circunstancias. En una sociedad menos artificial que la nuestra, donde las personas manejasen nativamente ese arsenal de habilidades para encarar el medio natural, la fortaleza que inspiraban esas habilidades, nos ofrecía una representación del mundo no contaminada por la angustia.
Angustia; temor opresivo sin causa precisa. Esa es la verdadera pandemia que asola a la humanidad que vive bajo las circunstancias de la modernidad tecnológica. Es una emoción solapada que se esconde en diversidad de actitudes y también en poses pretendidamente intelectuales. Saberse tan precario e impotente frente a un medio tan pródigo en cosas nos genera un desasosiego muy intenso. El opio para superar esta angustia es el dinero. Carecer o arriesgarse a carecer de este funny paper es causa de enorme desasosiego. Esta angustia escala a una verdadera aversión al riesgo y una demanda hasta el límite del absurdo, de seguridades. Es la angustia de saberse presos en esa jaula dorada que mencionó Max Weber, angustia de la cual ha surgido una representación del mundo gravemente torcido.
La angustia paraliza. Impide que pasemos a la segunda fase de la racionalidad, la más provechosa de este don; el forjarnos un trazado, un programa vital, un plan de ataque a las circunstancias que nos rodean; el ejercer nuestra genuina humanidad libertaria. Morosos de cumplir con esta tarea que nos permite nuestra condición, es fácil ceder al síndrome de las masas según la define Ortega y Gasset[3].
Señalé que este fenómeno es causa de poses pretendidamente intelectuales porque el cuerpo de ideas que identifican esta emoción paralizante de la angustia no es fruto de un examen del hombre en su globalidad. No es fruto del ensimismamiento. Los portaestandartes de los “indignados” modernos se encierran en recetas y constructos ideológicos cerrados. Para “recoger esta inquietud”[4] la generación de intelectuales franceses de la post guerra han sido los portaestandartes de constructos intelectuales por los cuales millones de hombres masa nos sorprenden cotidianamente con las rebeliones más absurdas que se tenga conocimiento, desde que los teólogos de Bizancio discutían sobre el sexo de los ángeles, con los turcos ad portas. El radicalismo de estos constructos intelectuales, despreciando las evidencias de la realidad más elementales, edifican inferencias que llevan al desprecio de la realidad empírica, tildada como “relato”. Reconozco que a la mayoría de estos autores no los he leído ni lo haré porque hacerlo me representa por lo aburrido, una condena a las galeras. Pero me he esforzado en hundirme en la lectura de Jaques Derrida, autor de libros con lomo[5]. Sorprende la validez que le concede la “intelligentia” académica a un autor de extensas galimatías, tan inútiles como un tratado sobre el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler. La deconstrucción derridiana se podría sintetizar en un, “no se de donde viene el mundo, a donde va, ni me interesa saberlo. Tengo tiempo y dinero para darme ese lujo. En cualquier caso, el orden social capitalista, patriarcal (y otros anatemas); hay que destruirlo porque es opresivo”.
Marx se refiere a la opresión, con un fundamento bastante empírico: la condición de los obreros del siglo XIX en las ciudades industriales del Reino Unido. Ya no existe esa opresión. Pero la palabra “pega” y el post marxismo la usa para caracterizar cualquier fenómeno. En efecto, para las “doctrinas” post modernas, hijas de esta visión del mundo deconstruido, la sociedad es por definición opresiva. Si; en esa misma sociedad ultra tecnológica que hace posible vivir y ganarse el pan sin el sudor de la frente, en doctrinas nacidas en los idílicos y pacíficos cafetines parisinos, paladeando un sabroso calvado y una pipa de tabaco aromatizado, se infiere una conducta muy en boga: El victimismo.
Los homosexuales son víctimas, los niños son víctimas, los negros son víctimas, los indios son víctimas, las mujeres son víctimas, los delincuentes terroristas son víctimas, los que ensucian y destruyen la ciudad son víctimas, los trabajadores, los empleados, los pensionados, los consumidores, y una larguísima lista de etcéteras. Jocosamente esta expansión exponencial de las víctimas, va reduciendo el número de victimarios hasta límites también absurdos.[6]
En su libro (que he releído tres veces) El Mundo de Ayer, Stegfan Zweig nos relata el colapso de la Europa ilustrada por la estulticia de las elites. ¿Recrearemos la autodestrucción de nuestro mundo ultra sofisticado? ¿Serán capaces los indignados con su estulticia de demoler este orden social que ha casi erradicado la pobreza, la enfermedad y transformado el mundo en un lugar infinitamente más propicio para la vida humana?
No creo en las doctrinas de Spengler sobre la fatalidad de la historia, ni de ninguna escatología en boga que huela a determinismo humano o divino. Pero tengo que reconocer que me cuesta imaginar por donde podemos salir de este atolladero en que se encuentra el mundo occidental, creado a mi juicio, por el mismo facilismo de la vida moderna.
[1] La Decadencia de Occidente y Estudio de la Historia
[2] Véase de este autor http://pabloerrazurizmontes.blogspot.com/2017/05/eldinero-la-tecnica-y-el-senorio.html
[3] La Rebelión de las Masas
[4] ¡Qué giro idiomático más característico del buenismo en boga!!
[5] Mi profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile don Hugo Rosende Subiabre, se refería de ese modo a los libros de tratadistas qué según él, decían lo fácil de un modo difícil. Me consta que don Hugo nos enseñaba lo difícil de un modo fácil.
[6] De pronto una mujer mapuche y empresaria, es por definición victimaria.
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