Guillermo Jaramillo
Filósofo


El sexo es una de las prácticas más populares de nuestro tiempo. Es tan popular que estamos bombardeados por él en todos lados; en las redes sociales, las revistas, la televisión y en los estudios académicos, no hay lugar donde no se hable de él. La visión del sexo como una práctica íntima y exclusiva de los amantes, se estima superada, esta visión no cabe en una época donde la norma es el hedonismo. Atrás quedó ese largo proceso de conquista que llevaba al amante a desvelarse y pretender con todos los medios posibles a su amada. Proceso que podemos rastrear en el Ars Amandi de Ovidio, en los dramas de Shakespeare como Romeo y Julieta o en novelas medievales como Tristán e Isolda. El amante de hoy no pasa por un proceso de conquista interior para hacerse digno de su amada, tampoco emprende un viaje heroico lleno de complicaciones e incomodidades para acostarse con ella.

Hoy el proceso de conquista es totalmente simplificado, gracias a la revolución sexual. A partir de los 70 el sexo fue desacralizado, totalmente despojado de la experiencia metafísica, mística y sublime que este comprendía, hoy se habla de él limitándolo a lo explícito. La insaciabilidad del sexo hoy es de lo más común, se estima que entre más parejas se tenga mejor se vive la sexualidad, pero ¿Realmente esto es así? ¿Es el disfrute sin límites de los placeres la mejor forma de vivir la experiencia sexual?

Freud y Foucault fueron algunos de los representantes intelectuales, que abanderaron el libre uso de los placeres como la mejor forma de vivir el eros, para ellos el velo del puritanismo y la templanza limitaban el goce de la experiencia. Sin embargo, su visión es miope, empañada con los ojos de la temporalidad moderna, ojos que ven en la metafísica del sexo un sentido autoritario y ficticio impuesto por una tradición monástica. El psicoanálisis no nos arroja muchas luces sobre la sexualidad, cuando se comprende a partir de lo profano y de una visión de la naturaleza humana exclusivamente antropocéntrica.

El hombre no es la norma absoluta para las dimensiones que lo comprenden, hay algo suprainvididual y trascendente que escapa a la hegemonía de la modernidad. Si el ser se dice de muchas formas como afirmaba Aristóteles en La Metafísica, una de estas formas es también lo trascendente, más allá del tiempo y del cientificismo.

Tanto para la homosexualidad como para la heterosexualidad debería existir un límite, no impuesto por la moral sino por la razón verdadera; ambas experiencias de la fenomenología erótica y amatoria necesitan dotarse de vitalismo, simbolismo y heroísmo.  Decía Montaigne que estar en muchas partes es no hallarse en ninguna, misma consideración que podríamos aplicar para las personas, afirmando que yacer con muchos es, a fin de cuentas, estar con ninguno. El eros debe conducirse por una guía profunda y suprasensorial, debe recuperar el encantamiento (fascinum) que hacía de los cobardes hombres valientes, de los tímidos hombres osados y de la muerte un deseo insaciable de vida.

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