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Y ganó Bolsonaro. Por un pelo casi se convierte en presidente de Brasil en primera vuelta. Los progresistas están tristes. De acuerdo a su visión, de ganar Bolsonaro, Brasil descendería en un autoritarismo conservador intolerable. Pero hay algo que el progresismo debería entender antes de llorar por las constantes victorias electorales de la “ultra derecha”.

 

En los medios de comunicación masiva abundan las noticias del desastre que significaría el triunfo de Bolsonaro en Brasil. The Economist1, New York Times2, CNN3 y múltiples medios nacionales4 vaticinan la “caída de la democracia” si es que el líder populista llega al poder. De esta forma es natural que el ciudadano común, cuyo tiempo es consumido fundamentalmente por trabajo y familia (y que destina poco tiempo a entender con mayor profundidad el asunto), simplemente absorba lo que el titular del noticiero popular dice. Y la prensa mainstream sugiere que de salir Bolsonaro, habrían militares en las calles de Rio y Sao Paulo, que se “legitimaría” la discriminación a gente de la comunidad LGBT, que las mujeres serían tratadas como ciudadanas de segunda clase, etc. El repertorio es conocido. No obstante, un breve análisis independiente que no utilice el alarmismo para vender más revistas, puede arrojar resultados distintos.

Es cierto, los dichos de Bolsonaro sobre la homosexualidad son despreciables. Su mal trato a una periodista -“a ti no te violaría”- y algún comentario más que desafortunado sobre los afro descendientes, nos revelan a un personaje coloquial, chabacano, de esos que caminan y vemos por las calles día a día pero que no esperamos obtengan el poder político y la “fina estampa” que tales cargos, asumimos, deberían tener. En política queremos a gente decente y no al suelto de lengua de la esquina.

Sin embargo, tras años o décadas de triunfos del progresismo en el mundo, de los partidos de centro, de la moderación, de la tercera vía, de la buena onda, sus resultados dejan, aparentemente, algo que desear. Especialmente en América Latina la ciudadanía se ha tenido que bancar la idea de que la delincuencia es parte de la vida, que sufrir el robo de una propiedad que costó años o décadas en conseguir es simplemente la forma en que son las cosas5, que las únicas políticas funcionales son aquellas que buscan igualar los ingresos, que la violencia no se combate con violencia, que “reprimir” no es el camino y que simplemente debemos esperar a que la naturaleza de las políticas progres, en algún punto en el futuro, nos convertirán en Suecia o Dinamarca.

Pero el análisis racional es otro. En materia de delincuencia, la política de reducir la pobreza y la política de vigilar activamente las calles no son excluyentes. Se pueden realizar ambas al mismo tiempo. En materia económica el argumento de liberalización comercial es imbatible, ahí están los datos, pero cada cierto tiempo debemos recordarlo al elegir gobiernos progresistas que no logran operar y entender la economía. Siempre terminan recordándonos el porqué de la importancia del crecimiento, el desarrollo y la libertad económica.

Bolsonaro representa esto. Un deseo de aplicar políticas que parecen tan obvias pero que el progresismo nos acostumbró a rechazar basados en el buenismo y la superioridad moral.

Facho, facho, facho, todos son unos fachos.

“Aquellos que no me gustan son Hitler”. Meme sobre la intolerancia de aquellos que asimilan todo lo que no se condice con su pensamiento a Hitler.

Y que nadie cuestione el buenismo. De hacerlo, la etiqueta le cae de inmediato. No importan las razones sólo el grito de que usted, de apoyar cualquier cosa que no sea progresismo, es un fascista igual a Hitler. “Todo lo que no me gusta es Hitler” dice el meme.

La técnica se hace cada vez más evidente y el resultado electoral es una respuesta. Cuando gente del mundo progresista convierte en un hábito el tildar de facho (y asumir para sí mismo que ellos son los salvadores del mundo en base a su buena onda y abundante paper académico), el término comienza a perder valor. Cuando se le llama facho a alguien por recomendar -tal vez, quizás– que para frenar la delincuencia se necesite más policías en las calles (sin necesariamente rechazar políticas que atacan el origen de la delincuencia, la pobreza), entonces comienza esta escalada por ser reconocidos ante el resto como los misericordiosos y buena onda y de paso golpear la reputación pública de quien piensa distinto. Es infantil realmente, pero se ha convertido en la norma en los círculos de análisis político, los medios masivos e inclusive la academia.

Pero el progresismo debe tener ojo. Por muy improbable que sea en nuestra era moderna un retorno del fascismo real, el desgastar el término tendrá repercusiones. En la constante confusión del debate público; todos son corruptos, fachos, ladrones, nepotistas, incompetentes, etc. No vayan a caer ellos en el cuento del lobo. El tomarse tan a la ligera los sonidos de alarma, que cuando de verdad llegue la crisis, ya nadie siquiera reaccione.

Paternalismo vomitivo

Una de las contradicciones más grandes que se despliega en los medios masivos y los analistas políticos de redes sociales, la intelligentsia mainstream, es que ante la llegada de Trump, Brexit, Sebastian Kurtz en Austria, Salvini en Italia, LePen en Francia, Geert Wilders en Holanda, Viktor Orban en Hungría, J.A. Kast en Chile y Bolsonaro en Brasil (el populismo de derecha a la Bannon) ellos expresan “preocupación” por la “caída de la democracia” (obviando el hecho de que todos llegaron al poder en las urnas). El progresista promedio considera que Trump querría perpetuarse en el poder como Fidel Castro (nada más alejado de la realidad) y destruir la institucionalidad de una de las democracias más estables en la historia como lo es Estados Unidos. También expresan profundo pesar por el estado de polarización global que se vive (ya casi no hay centro en el mundo, o eres de ultra izquierda o de ultra derecha).

Pero dentro de la superioridad moral e intelectual que el progresismo dice tener, existe esta contradicción de ni siquiera querer entender qué es lo que produce estos triunfos electorales de la “ultra hiper extrema derecha”.

La contradicción que pasa más inadvertida es esta supuesta preocupación por el estado de polarización global, al mismo tiempo que tratan de fachos ignorantes a todo aquel que no argumente sus posturas citando a Amartya Sen, Rawls, Piketty o el intelectual de turno que comentan en el Starbucks de la Universidad.

Lo que vemos en Brasil es la elección de una vía pragmática a los problemas que la izquierda no supo solucionar (el champagne y el Penthouse de lujo te alejan de los problemas de la gente). De la mano de su economista Paulo Guedes (Universidad de Chicago y liberal económico), Bolsonaro pretende aplicar medidas similares a las de Trump (que han resultado ser un éxito a pesar de las alarmas de economistas como Krugman6 o Stiglitz). Bajar impuestos, disminuir gastos, achicar el tamaño del Estado (siendo esto la antítesis del fascismo). Brasil quiere combatir la delincuencia y extender el crecimiento y desarrollo económico a todo miembro de la sociedad. Discurso al grano sin mucho artificio del lenguaje. Y Bolsonaro, dentro de la paleta de opciones, es el candidato más cercano a cumplirlo (aunque claro, no el óptimo).

Paulo Guedes, economista de la Universidad de Chicago y principal de la campaña de Jair Bolsonaro.

Uno puede perfectamente criticar los desatinos y coloquialismo de personajes como Trump y Bolsonaro, pero de ahí a pensar que sus opiniones infundadas e ignorantes sobre temas triviales como puede ser la homosexualidad, sean capaces de convertirse en políticas de estado, es un laaargo trecho que además cuentan con múltiples instancias de bloqueo dentro del sistema democrático (sin mencionar la desaprobación masiva que generaría en uno de los países gay friendly de la región7). Del mismo modo, un supuesto triunfo del conservadurismo, resulta más deseable que el imparable estatismo que afecta a nuestras naciones latinoamericanas. Quienes no profesamos el conservadurismo, podemos perfectamente bypasear sus restricciones en la privacidad del hogar (la marihuana es ilegal en Chile pero los niveles de consumo y cultivo son altísimos8), mientras que de la expansión del Estado, su ineficiencia y control (y destrucción) de la economía nadie puede escapar, pregúntele a cualquier venezolano.

Esta no es una apología a Bolsonaro. Como cualquier otro político tiene cientos de flancos para la crítica honesta, la crítica constructiva. Pero tal como hacemos con Trump, los medios masivos e incluso la academia han convertido la crítica en un espectáculo de alarmismo, de debacle, de llamar al televidente y auditor a oír la próxima gran tragedia que sale de estos exóticos líderes. Y eso impide la crítica real.

Ya aprendimos en Chile que rotear es de rotos. Del mismo modo fachear es de fachos. Es profundamente intolerante llamar facho a quien no ve el mundo igual ti. Ya no suena cool llamar facho a cualquiera (si es que alguna vez lo fue). Si el progresismo de verdad quiere extender puentes entre las partes adversarias en pos de revertir la polarización extrema que vive el mundo (un fin deseable), les recomiendo desistir en el trato despectivo hacia quienes no profesan la filosofía de sus autores de cabecera. Todos tienen derecho a entregar su visión de las cosas en el espacio público, sea mediante cita académica o meras intuiciones que hacen lógica en la mente de quienes las emiten, sin ser víctimas de falsas acusaciones ni de membretes destinados a la destrucción de la imagen pública. A veces, las lecciones más profundas vienen de las personas más simples. De no hacerlo, prepárense para seguir perdiendo elecciones ante “los deplorables” y “fachos pobres”.

Fuente: http://www.elvillegas.cl/2018/10/08/se-acaba-el-mundo-gano-bolsonaro/

 

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