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domingo, 7 de octubre de 2018

 

 
El historiador inglés Paul Johnson escribió que el mayor éxito del KGB soviético, antes de ser lanzado al basurero de la historia, fue haber demonizado a Pinochet. 
 
Me habían pedido asistir y decir algunas palabras el 5 de octubre en un acto en el memorial de Jaime Guzmán, en recordación positiva de la votación por el “Sí”. Llegué puntualmente, pero los manifestantes escaseaban y éramos menos que los periodistas enviados a cubrir el evento. Por añadidura, los organizadores, el militar retirado Karol Bachraty y el abogado de los Presos Políticos Militares, Raúl Meza, me informaron que las autoridades del Memorial ¡les habían negado el acceso al recinto! Así, los 3.119.110 votantes del “Sí” del 5 de octubre de 1988 habíamos devenido unas pocas decenas, que  entonces tuvimos que manifestarnos en las afueras del recinto. Por suerte cabíamos en la vereda.
 
Antes de salir yo había leído la columna de opinión principal de “El Mercurio” respecto de la fecha, de Carlos Peña, quien, en medio de citas de Hegel, Polibio, T. S Elliot, Sartre, Ortega y Gasset, Renan, Mitterrand, Balzac, Walter Benjamín y Freud, en las restantes líneas de su propia autoría nos fulminaba a esos 3.119.110 como corresponsables en torturas, desapariciones, abusos sangrientos, allanamientos de poblaciones y masivas violaciones a los derechos humanos. 
 
Pero yo voté “Sí” justamente teniendo en cuenta las denuncias de torturas hechas por abogados de izquierda contra el gobierno de Frei Montalva (1964-70) y por el Acuerdo de la Cámara contra Allende en 1973, denunciando las sufridas por meros opositores, como mis compañeros de bancada de diputados en 1973, Maximiano Errázuriz y Juan Luis Ossa, este último interrogado, tras el tormento con aplicaciones eléctricas, por el propio subdirector comunista de Investigaciones, en 1972. Voté “Sí” en repudio de esas torturas y, además, yo, al menos, sabía que las primeras condenas por torturas impuestas en Chile de que se tenía noticia habían sido dictadas bajo el Gobierno Militar, en los casos del “Comando de Vengadores de Mártires” en los años 70, y del transportista del FPMR, Mario Fernández, en los 80 (llevado al hospital, donde falleció, por sus propios torturadores). Pues en los gobiernos “democráticos” nadie las perseguía.
 
Y las “desapariciones” que nos zampaba Peña y que habían sido denunciadas en los años 70 y 80, sumaban, al 5 de octubre de 1988, 600, contenidas en una publicación del Arzobispado, cuyos autores fueron Claudio Orrego y Patricia  Verdugo. Después, el Informe Rettig de 1991 las elevó a 979 y la Comisión de Reparación y Reconciliación las aumentó a 1.102. El Gobierno aseguraba no tener información de esos casos. Pero luego se ha comprobado que los restos de personas cuyo paradero está precisado, más las que han ido “reapareciendo”, que son seis (es decir, no son técnicamente, “desaparecidas”) es mayor que 1.102. O sea, no hay “desaparecidos”, pues se sabe el destino de las personas y sólo hay restos sin identificar y que no se quiere identificar. Como que ello no se ha hecho en 28 años de gobiernos del “No”. ¿Es que resulta  políticamente más rentable seguir hablando de “los desaparecidos”? Es tan poco el interés por identificar restos, que se descubrió, en la propia sede de la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos, una bolsa con restos óseos no identificados. Y nunca se ha formado una Comisión Investigadora de la Cámara (que las forma con cualquier pretexto) para determinar la identidad de los restos que hay en la propia AFDD, el Servicio Médico Legal y el Cementerio General; y para aclarar los casos de “desaparecidos” que aparecen habiendo viajado al exterior o han sido vistos con vida por testigos que así lo declaran ante notario y también los que carecen de existencia legal según el Registro Civil, pero figuran como desaparecidos. Culpar a los votantes del “Sí” de esas omisiones que permanecen ya por 28 años no parece justo.
 
Por otra parte ¿votar “No” significaba en 1988 cohonestar todos los crímenes del terrorismo, la media docena de carabineros muertos por una “bomba vietnamita” bajo el bus en que viajaban, los 58 pasajeros ferroviarios muertos tras el atentado mirista en Queronque (¿ha pedido perdón Ominami?); los 47 uniformados caídos en atentados entre 1978 y 1986 a manos de terroristas defendidos por la Vicaría y finalmente indultados por Aylwin; los pasajeros muertos por bombas en el metro o transeúntes por autos-bombas con explosivos que estallaron en las calles? Todos esos atentados se cometían en apoyo al “No”. 
 
Es toda una paradoja que los mayores beneficiarios de los consiguientes gobiernos del “No”, al menos en términos económicos, hayan sido del MIR y del FPMR comunista y su entorno terrorista.
 
Si el “Sí” nos libró del comunismo y de nuestra cuota en los cien millones de muertos que regímenes de ese signo dejaron como legado (cfr. “Libro Negro del Comunismo”) ¿debemos hacer responsables a todos los votantes del “No” de haber querido traer ese horror al país?
 
Sea como fuere, a juzgar por la forma en que el principal diario recuerda el 5 de octubre, queda de manifiesto que la propaganda antichilena del KGB resultó exitosa, lavó los cerebros que tenía que lavar en el resto del mundo y en Chile y, como dije bien en un blog anterior, probó una vez más que Voltaire y Goebbels tuvieron razón en sus sendas frases instructivas: “mentid… mentid, que algo queda” y “una mentira mil veces repetida pasa a ser verdad”. 

Eso es lo que ha sucedido en Chile y lo que explica por qué los partidarios del “Sí” cupimos en una estrecha vereda y sus adversarios del “No”, en un número de decenas de miles, usaron La Moneda y otros recintos, acaparando sin contrapeso el dominio de la opinión general, para corroborar el último éxito del KGB antes de ir a parar al basurero de la historia.
 
 
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