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5 de mayo de 2025 

 

 

 

 

 

Pablo Errázuriz Montes


Aristóteles en su obra Retórica refiérese a los modos de persuasión, clasificándolos en el Pathos, el Logos y el Ethos. El discurso basado en el pathos según el estagirita es aquel que invoca a los sentimientos como medio de convicción de una audiencia. El pathos griego da vida al adjetivo castellano, patético, el cual ha tenido un viaje desafortunado hacia el inglés, y nos ha retornado desde ese idioma -quizá menos profundo que el nuestro- en un sentido completamente equívoco. Actualmente nos referimos a un individuo patético como alguien ridículo cuya conducta carece de sentido. Alguna culpa de esta confusión la tiene precisamente la cultura anglosajona dominante, cuya carencia se encuentra precisamente en dar cabida al pathos de la existencia humana. A fin de cuentas, los anglosajones en particular y los seres humanos en general ridiculizan lo que no son capaces de entender.

Elvira Roca, ensayista, historiadora y novelista española contemporánea (españolísima diría yo), nos recomienda perseguir los vocablos como el mastín de caza al conejo que escapa. Las palabras, si no se les tiene bien asidas de los colmillos, pierden significado y se evaporan en la nada. Y la nada, lo único que puede engendrar entre nosotros las creaturas, es nada; y en el caso de las palabras, incomprensión y caos.

Nuestro tiempo es opaco de sentido. Para interpretar lo que sucede a nuestro rededor y por qué sucede, el mainstream o inteligencia hegemónica recurre a las ideologías. Son las ideologías embudos a través de los cuales se pretende emboquillar la realidad para entenderla y el resultado es, lugares comunes que descartan las variables de los fenómenos que son incapaces de explicar, a través del tamiz ideológico. En nuestro tiempo dejan intactas e inexplicadas las taras profundas que padece Iberoamérica.

Por eso, siguiendo a Elvira Roca, para comprender de mejor manera la fenomenología de nuestra sociedad, es preciso rejuvenecer algunas palabras. Cogerlas con fuerza y estrujarlas de sentido. Pretendo hacer aquello con el adjetivo patético, purificarlo de las deformaciones anglófonas y usarla para explicar buena parte de nuestra idiosincrasia cultural.

Bajo ahora a nuestra realidad contingente: El sustrato de nuestra cultura chilena e iberoamericana es categórica y definitivamente hispana. La sangre aborigen ha influido, pero en muy menor medida, al igual que lo han hecho emigrantes anglosajones, franceses, árabes, croatas y judíos de procedencia septentrional. El resultado de este barniz, no alcanza a borrar aquel ancestro ibérico que, como es sabido, se formó tras la fusión del Al Andaluz con godos romanizados.

George Simmel, filósofo judío alemán que influyera en gran medida en el pensamiento de nuestro José Ortega y Gasset, nos develó un equívoco nacido con la ilustración: las ideas no son más que una representación ordenadora de la realidad que él identifica como “la vida”. Ésta, la vida, es la realidad radical. El principal daño a la comprensión del alma humana que ha generado el racionalismo positivista, es entender que las ideas son capaces de formar realidad. El “relato”, como se le suele llamar hoy. Las ideas no forman realidad, es la realidad la que forma las ideas. En esta lógica, el mundo occidental positivista y progresista nos ha convencido que nuestra cultura iberoamericana, conformada por esos ancestros tan lejanos y a veces divorciados de la ilustración kantiana, podría formatearse al comme il faut (como se debe ser según la elegancia francesa) del siglo XIX o a la american way of life (modo de ser norteamericano anglosajón) del siglo XX. Usted estimado lector lo escucha cotidianamente; los políticos nos prometen progreso y desarrollo, dos conceptos abstractos preconcebidos idealmente – normalmente indexados a resultados económicos- carentes de realidad.

La cultura española representó para la Europa septentrional ilustrada, un atavismo curioso que servía para narraciones románticas de óperas y novelas. Esa misma Europa culta septentrional, menos aún, tuvo una representación ni conocimiento de lo que era Iberoamérica. Prueba palmaria de esta ignorancia fue el ridículo experimento imperialista frustrado en México con el seudo Emperador Maximiliano. En dos palabras: Iberoamérica no existió y aun no existe para la cultura occidental. No hay una representación de ella, como tampoco hay una representación de la cultura africana.

El ethos[1] iberoamericano en la academia y en la prensa dominante, es invisibilizado por las hegemonías occidentales, excepto como dije para narraciones novelescas románticas. Se sumó a esta supresión intelectual, el imperialismo norteamericano fundado en los valores anglosajones y protestantes, cuya generosidad y filantropía, consistió en exportar, no el capitalismo[2] como ha sostenido la narrativa marxista, sino el American Way of Life. Una hegemonía que, hay que reconocerlo, ha sido menos violenta que otras imposiciones culturales a través de la historia, pero que culturalmente, ha causado más mal que bien a nuestra Iberoamérica, al imponer un materialismo medio rastrero que mistifica el tener antes que el ser.

Pero atención: lo anterior no es la causa suficiente de nuestra mediocridad social, cultural y económica. El cojo no le puede echar la culpa al empedrado de su cojera. La causa de nuestra fatalidad es porque las élites, desde el Rio Grande hasta Tierra del Fuego han hecho suyos los ideales del progresismo anglosajón, negando de manera casi grotesca nuestro ancestro hispano, esto es, nuestra cultura romana meridional y mediterránea. Elites académicas con honrosas excepciones, han creído cual cavernarios deslumbrados con collares de vidrios, la leyenda negra montada por anglosajones sobre la hispanidad. La hispanidad tiene una historia con miserias como las historias de todos los pueblos, pero repleta de santos y héroes, que corre por nuestras venas -inconsciente colectivo diría Carl Jung-, y que representa una forma de comprender el mundo distinta y divorciada de la ilustración y progresismo anglosajón.

Ser culto en Iberoamérica en el siglo XIX, fue ser comme il faut del ideal romántico francés o británico -o más bien parisino y londinense-. Y en el siglo XX ser culto, ha sido, o abrazar la cultura del trabajo duro norteamericano para pasar a engrosar el american way of life, o comprarse la narrativa revolucionaria marxista en sus diversas vertientes. Los talentos iberoamericanos, viajan al norte para aprender de Europa septentrional y de Estados Unidos, no solo las ciencias y las artes, sino especialmente, como hay que ser. Retornando esas élites a sus terruños, arrastran como una pesada carga un desprecio, más que por la pobreza, por la manera de ser criolla. Y si esa way of life que nos traen del norte deriva en una existencia colectiva rastrera y sin horizontes, pues bien, así habrá que ser no más porque es lo que se lleva.

¿Dónde están nuestros ancestros? ¿Dónde está nuestra herencia de grandeza que cruzó mares para evangelizar, para sacar a millones de seres humanos de una existencia cavernaria enseñando e integrando como sus iguales hijos de Dios a los aborígenes? ¿cuál es el la causa virtuosa que el imperialismo hispano promovió el mestizaje al contrario del imperialismo anglosajón que despreció y exterminó al aborigen? ¿Dónde está en la conciencia iberoamericana, la historia de nuestros héroes navegantes, vencedores de obstáculos titánicos?

Con tales preguntas no me refiero puramente al olvido intelectual que se subsana con mayor educación de la historia de la hispanidad. No. Me estoy refiriendo al olvido de nuestro ethos a la hora de diseñar la arquitectura para nuestra sociedad, a la hora de diseñar e imponer los deseos y deber ser de lo que consideramos progreso y desarrollo. ¿Y saben por qué? Porque en realidad no somos lo que son los septentrionales europeos o las elites de la costa este de los EE. UU. Y porque no somos aquello, cuando somos compelidos a comportarnos con la disciplina orientada a fines que nuestra voluntad ancestral considera ramplona y sin sentido, surge la rebelión y el nihilismo social. Y como el hemofílico se desangra ante el primer rasmillón en su piel, entre nuestros pueblos al enfrentar dificultades y crisis sociales, aflora el Tánatos o espíritu de muerte que pareciera animar a todas las creaturas, y que describe Sigmund Freud. Aquella energía que genera la entropía, tendencia pareciera fatal en la naturaleza que tiende al desorden y dispersión de los elementos cohesionados de un sistema.

Nuestra cultura ancestral tiene un sentido patético de la vida. Patético ya dije, no en el sentido anglosajón de la palabra. Demanda de la vida un sentido vertiginoso. Una razón por la cual vivir y por la cual morir. Tengamos o no conciencia, late en nuestras venas, que la misiones vitales no pueden ser cambiar de auto cada dos años, pagar la hipoteca para comprar una vivienda más grande o poder pertenecer a círculos sociales concéntricos más y más sofisticados, hasta concluir en el desiderátum de la mujer bonita, el club de golf etc. etc. Sometidos a la disciplina progresista que hoy envuelve nuestra existencia, aflora en todos los estratos sociales y especialmente los más carenciados, lo que en culturas septentrionales hoy es un virus larvado: el tedio. Y ese tedio ¿cómo revienta en Iberoamérica? A través de la rebelión, a través de la violencia, a través de órdenes sociales aberrantes como son los que busca imponer el crimen organizado en nuestras megalópolis. El arquetipo de este fenómeno entrópico es Pablo Escobar Gaviria, el Patrón del Mal, quien encarna una especie de antinobleza que promete ahogar en sangre, caos, injusticia y disolución a nuestra cultura contemporánea.

Porque, ¿de que otro modo se explica la cultura narco, las barras bravas o la de los piños que protestan violentamente, pintarrajean y destruyen las calles de nuestras megalópolis?: Rosario en Argentina, Santiago de Chile, Buenos Aires, Guadalajara, Ciudad de México, etc. ¿Se puede explicar como una subversión planeada por Putín o por algún sátrapa caribeño ignorante y corrupto? ¿o como el pueblo proletario buscando cambiar los modos de producción para alcanzar la sociedad socialista cómo quisieran creer nostálgicos comunistas?

Obvio que la rebelión está apoyada por la subversión ideológica y otros demagogos se cuelgan de ella como de un clavo ardiendo. Obvio que los niños bien del Frente Amplio brindan con piscola (ahora lo hacen con destilados de 12 años), cada vez que es acosada apaleada y derrotada la fuerza pública en Santiago; o que “educadores sociales” kirshneristas pagan a los cabecillas del lumpen para que organicen la joda en Buenos Aires. Pero eso no explica el sustrato del fenómeno.

Lo que sostengo es que la condición de posibilidad de la rebelión en Iberoamérica, no se agota en las carencias económicas, sino en las carencias de sentido colectivo. Puede parecer conceptualmente resbaloso, pero intentaré darme a entender.

La sociedad de masas es consustancial a la sociedad ultra tecnológica. La división y especialización del trabajo tiene por fruto esa sociedad ultra tecnológica y esta es una de las causas de la disolución de las individualidades. La disciplina rígida de trabajo, cumplimiento de deberes enajenados de sí mismo, para un fin de bienestar económico, pareciera que satisface a los individuos en naciones occidentales septentrionales. El sueco, el norteamericano de origen anglosajón, el escoces, holandés etc. se satisface con una vida ordenada de trabajo duro. En Iberoamérica al más mínimo traspiés, fluye la rebelión violenta como un torrente.

Perseguir como un fin de Estado el bienestar económico, pareciera ser en nuestra cultura como el suministro de un narcótico para hacer olvidar un sentido trascendente de la existencia. Para un judío anglosajón como Marx, decir que la religión es el opio del pueblo, quizá tuviese sentido. En nuestra cultura hispana en cambio, la religión rutilante y churrigueresca, interpreta nuestro ethos y es el bienestar económico en cambio, el opio del pueblo. A la inversa de lo que señala Marx, es ese el opio que narcotiza los espíritus, y con ello pretenden los gobernantes racionalistas ilustrados invisibilizar la carencia de sentido que tiene nuestra existencia en el contexto de nuestra cultura meridional.

La Iglesia post conciliar, luego de destruir el rito de la misa y reemplazarla por reuniones y rutinas estéticas que más parecen sesiones de autoayuda emocional; luego de abandonar la arquitectura de los templos churriguerescos, barrocos, góticos y reemplazarlos por galpones que más parecen frigoríficos; se queja de la falta de sentido de la sociedad moderna. ¡Pero si ha sido ella misma la que ha cooperado a ese vaciamiento de sentido! ¿Es que no se dan cuenta, o es que también los domina la entropía expresada en aquel espíritu de muerte que habla Freud?

En una proporción muy relevante de la población el individuo no ejerce su libertad plenamente. Ante esta evidencia, ¿podemos administrar una sociedad compleja con la receta hippie de David Thoureau[3] o del buenismo de la iglesia post conciliar? De seguro que no. Nuestra sociedad, aunque nos pese, es una sociedad de masas. El dilema no es, si debe serlo, o no debe serlo. La tecnología y la división del trabajo está ahí, y no depende de nosotros enteramente erradicarla porque quizá no es bueno ejecutar ingenierías sociales que siempre salen mal. Es nuestra circunstancia, nuestra vida, la realidad radical en que se desenvuelve nuestro vivir. La cuestión es pues, no idear una Arcadia imposible cómo pretenden los jesuitas post conciliares y los buenistas; el dilema real es cómo administrar la sociedad de masas, desde el punto de vista del ethos de nuestra verdadera cultura ancestral, motivando con ello a las masas que hoy se dejan seducir por un materialismo ramplón o por una épica heroica diabólica al estilo del narco.  

Se impuso a nuestra genuina y aplastada cultura hispánica, un sentido Bismarkiano del Estado. Aquella estructura burocrática que educa, cobra impuestos, auxilia a los más pobres eficientemente, cuida los bienes comunes como buen padre de familia, planifica nuestras vidas y asegura nuestro bienestar desde la cuna hasta la tumba. Todo sometido a una estricta racionalidad de costos y beneficios, modelado al estilo Suizo, Danés, Sueco etc. Aquella jaula dorada a la que se refiere brillantemente Max Weber[4]. ¿Es posible que algo así funcione en México, Bolivia, Chile, Argentina, Colombia etc.? ¿Funciona acaso en España e Italia meridional? Ah… suspiran los ilustrados levantando los ojos; debemos replicar la educación de Finlandia, Suecia, Suiza etc. Aquello es perfectamente falso. Eso no ha sucedido desde que José Miguel Carrera, O´Higgins, Portales, Vicuña Mackenna etc. lo plantearon como urgente necesidad. Para educarse como un soldado de la racionalidad, hay que ser lo que son los europeos septentrionales.

Hoy se discute si el Estado debe ser pequeño y libertario o grande y socialista. Aquel dilema es falso en lo que a nuestra cultura se refiere. El verdadero dilema es un Estado para qué. Habiendo sido pulverizado por implosión el rol misional de la Iglesia Católica, por ende, el pilar histórico misional que tuvo la hispanidad, debemos rascarnos con nuestras propias uñas en el ámbito político. En otras palabras, lo misional colectivo debe estar radicado en el Estado.

El Estado que las naciones ibéricas necesitan es el Estado Misión. En sus discursos lo describió someramente José Antonio Primo de Rivera. Un ejemplo de misión virtuosa es la que inspiró a la monarquía temprana de los Austrias, cuya inercia duró hasta que la ilustración borbónica las degradó y se fue divorciando del ethos de sus súbditos. Al imponer desde la burocracia borbónica el racionalismo ilustrado, la cultura ibérica, en la península y en las posesiones de ultramar, comienza su viaje hacia la entropía, su divorcio con el Estado, su rebeldía larvada y omnipresente.

El buen gobernante es el hombre prudente, justo, templado y fuerte. Ese es un mínimo común. Pero para arrebatar a las masas de la patética épica diabólica del caos, narco, barras bravas etc. es preciso ofrecerles una misión colectiva. Si la tarea del Estado se agota en alcanzar los cincuenta mil dólares per cápita con una distribución equitativa de ese ingreso, ello no erradicará este cáncer que demuele familias, barrios, ciudades y sociedades completas. A esa definición el flaite narco contestará:  Shis, ¿pa´eso? Déjeme así no ma´hermano…

[1] Conjunto de rasgos y modos de comportamiento que conforman el carácter o la identidad de una persona o comunidad.

[2] Nunca a EE. UU. le ha interesado el desarrollo capitalista de Iberoamérica. Por eso financió la CEPAL, vehículo para sembrar la mediocridad económica y dependencia creciente de su hegemonía. El proteccionismo arancelario propiciado por la CEPAL desde 1950 en Iberoamérica generó medio siglo de enclaustramiento y de mediocridad económica, social y cultural.

[3] Norteamericano cuasi filósofo ácrata, inspirador del hipismo libertario

[4] La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo

Fuente: https://pabloerrazurizmontes.blogspot.com/2025/05/la-subcultura-narco-o-nuestro-sentido.html