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22 de diciembre, 2019

 

 

 

 

Alejandro San Francisco
Profesor de la U. San Sebastián y la UC. Director de Formación del Instituto Res Publica. Director general de "Historia de Chile 1960-2010" (USS).


La democracia, por ser un sistema ampliamente aceptado, no debe darse por eterno o incapaz de ser sustituido, sino que requiere una constante renovación y actualización.


 En la actualidad -y desde hace algunos años- la democracia experimenta un momento de especial complejidad en distintos lugares del mundo. “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, como lo definió Abraham Lincoln en su famoso discurso de Gettysburg (1863), no es ese sistema con participación limitada del siglo XIX, ni aquel que enfrentó a poderosos enemigos como el nazismo y el comunismo, durante el siglo XX. Esto puede deberse a que «para un régimen democrático, estar en transformación es su condición natural; la democracia es dinámica», como sostiene Norberto Bobbio en El futuro de la democracia (Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2007, Cuarta reimpresión).

Efectivamente, en este siglo XXI la situación es más compleja porque las sociedades lo son, los cuerpos electorales han crecido en gran magnitud, las redes sociales y las comunicaciones permiten una información casi inmediata e internacional, la población es más exigente y el régimen político parece menos capaz de responder a lo que se demanda de él. En otras palabras, existe una clara contradicción entre la democracia práctica y la ilusión que despertó el gobierno libre en los momentos de promesas, las luchas contra las dictaduras o la simple afirmación de que en democracia “todos somos iguales” y podemos resolver los problemas en paz. Lo dijo hace unos días Daniel Innerarity en una entrevista a Pablo Iglesias: «la política es una máquina de decepcionar» (entrevista en La Tuerka, 13 de diciembre de 2019). Y eso, sin duda, tiene consecuencias.

En la realidad, las democracias actuales presentan otro tipo de problemas políticos muy claros en diferentes lugares del mundo, como ilustran el impeachment contra el presidente Donald  Trump en Estados Unidos y las cuatro elecciones en cuatro años en España sin resultados efectivos. América Latina no está al margen de esta situación: Perú ya no tiene ni el gobierno ni el Congreso que fueron elegidos el 2016; Bolivia experimentó el intento de perpetuación de Evo Morales y posteriormente su caída (previa “sugerencia” militar); la democracia estable de Chile lleva más de dos meses de crisis y movilizaciones, que podrían terminar con una nueva Constitución política en el país. Suele decirse que los problemas de la democracia se resuelven con más democracia, fórmula fácil y que parece bien, pero que no resulta de buenas a primeras.

El pueblo, en continuo movimiento, puede alterar el ritmo de la política, cambiar las prioridades gubernativas, redefinir las elecciones previas a través de movilizaciones y protestas contra el poder.

Uno de los problemas más grandes que enfrenta la política actual se refiere a la disputa sobre el concepto mismo de democracia. El régimen no tiene contradictores en el plano intelectual y todos presumen representar al pueblo o actuar en su favor. Sin embargo, la cuestión se complica cuando abordamos el significado de la democracia como sistema político, las condiciones objetivas que requiere para su funcionamiento, así como ciertas tensiones evidentes que surgen entre participación y representación, intereses grupales y nacionales, sentido de la legislación y de la acción, mandatos electorales y renovación cotidiana del apoyo popular, entre otras cosas.

Pocos disputan un elemento esencial de la democracia, como son las elecciones periódicas, con candidaturas plurales, que permiten al pueblo elegir quién será su gobernante o sus representantes en las asambleas. Eso permite organizar partidos o agrupaciones diferenciadas, incluso contradictorias, que luchan por el poder de acuerdo a reglas preestablecidas y de forma pacífica. Adicionalmente, cada cierto tiempo facilita la alternancia en el poder, que los opositores pasen al gobierno y los oficialistas a la oposición, de acuerdo a la expresión de la voluntad soberana. Hasta ahí hay acuerdo y todo parece marchar bien.

El problema se presenta en otros planos. ¿Qué es el pueblo y cómo se expresa? En una visión más tradicional, serían los ciudadanos que se manifiestan periódicamente en las urnas al elegir a sus autoridades. Sin embargo, una fórmula populista -como la reivindicada por Ernesto Laclau o Chantal Mouffe- reclama una radicalización de la democracia y una resemantización del pueblo, que sea «apto para crear una hegemonía diferente», como expresa esta última en Por un populismo de izquierda (Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2018). Esta noción ha penetrado en buena medida en algunos lugares, tengan o no como referencia a esos intelectuales. El pueblo sería la calle, o las mayorías populares frente a los grupos gobernantes (las elites, o «la casta» como la llama el propio Pablo Iglesias, quien podría cambiar su estatus dentro de poco). Por lo mismo, el pueblo, en continuo movimiento, puede alterar el ritmo de la política, cambiar las prioridades gubernativas, redefinir las elecciones previas a través de movilizaciones y protestas contra el poder.

La democracia, por ser un sistema ampliamente aceptado, no debe darse por eterno o incapaz de ser sustituido, sino que requiere una constante renovación y actualización.

Otro elemento que ha llegado a la disputa política es la posibilidad de anticipar «la caída» de un gobernante que ha sido elegido democráticamente. ¿Es democrática una decisión de este tipo? No se trata de precipitar un golpe militar o una revolución armada, sino de ocupar los mecanismos institucionales para derribar a un gobernante a través de una acusación constitucional o un impeachment. Hay quienes dicen, con buenos motivos, que el gobierno que fue elegido debe terminar su mandato. Me parece que la situación es mucho más compleja y que admite claramente una contradicción, especialmente por cuanto el Presidente de la República se compromete expresamente a respetar la Constitución y las leyes al asumir el cargo. La pregunta podríamos formularla de otra manera: ¿debe ser respetado a perpetuidad un gobierno que viola la Constitución y las leyes o puede aplicarse algún tipo de sanción en su contra? Los regímenes parlamentarios tienen una solución muy fácil en este sentido: cuando cambian las mayorías, cambia el gobierno, sin traumas ni crisis institucionales. En los sistemas presidenciales parece un verdadero terremoto que un gobierno sea depuesto bajo determinadas circunstancias, aunque es casi seguro que -conceptualmente al menos- pocos tolerarían que una administración deba ser tolerada a pesar de su continua violación de la Constitución y las leyes. En otras palabras, desconocer la voluntad popular expresada en las urnas es una posición claramente antidemocrática, pero aceptar un gobierno que viola la Constitución y las leyes atenta también con meridiana claridad contra el estado de Derecho y, por ende, contra la propia democracia.

Chile ha enfrentado prácticamente todos estos problemas desde el 18 de octubre en adelante. La legitimidad del gobierno fue puesta en duda por un sector de la oposición; existió el intento de acusar constitucionalmente al presidente Sebastián Piñera; la calle pareció convertirse en el sucedáneo del pueblo, e incluso muchos parlamentarios suspendieron el uso de sus facultades o minimizaron su reflexión política, para escuchar un mandato casi sacrosanto emanado de las movilizaciones y protestas. Por otra parte, se han desarrollado fórmulas directas de emplazamiento a los políticos, las funas y descalificaciones se han desarrollado y difundido ampliamente, e incluso han afectado a algunos de los principales líderes de la izquierda chilena. La democracia ya no es lo que fue, y hay quienes dicen -con entera convicción- que una Convención Constituyente que no tenga paridad 50% y 50% entre hombres y mujeres carecerá de la legitimidad democrática que se requiere, aunque ello violentara la voz de las urnas, como sostienen otros. En definitiva, estamos frente a una disputa sobre la redefinición del concepto mismo de democracia en Chile.

Las pruebas que hoy enfrenta la democracia deben resolverse con inteligencia, sentido de oportunidad y capacidad de involucrar a la sociedad completa en la conservación y perfeccionamiento del sistema.

Finalmente, hay otro aspecto relevante que los gobiernos deben entender: no basta con un mandato original para asumir la administración de un país, sino que el Poder Ejecutivo está en continua prueba durante su ejercicio gubernativo. Por lo mismo, es necesario explicar y mejorar el sentido práctico de las democracias representativas, es preciso ampliar los cauces de participación social y los gobiernos deben ser más eficientes en el logro de sus promesas de campaña y de las necesidades de la población. Si no se realiza lo anterior, es muy probable que emerjan críticas contra el gobierno de turno, pero también contra el sistema democrático en sí, porque permite esa ineficiencia y restringe la voz del pueblo. La democracia, por ser un sistema ampliamente aceptado, no debe darse por eterno o incapaz de ser sustituido, sino que requiere una constante renovación y actualización, necesita constante pedagogía cívica y resultados tangibles, una lucha doctrinal y práctica contra sus adversarios de fuera y, especialmente ahora, aquellos que la carcomen de adentro.

Después de todo, los tiempos han cambiado, y la democracia ya no se compara -como en el siglo XX- contra la mediocridad y los horrores del comunismo y el nazismo, sino que contra sus propios logros y promesas. Por lo tanto, la tarea es considerablemente más difícil y las pruebas que hoy enfrenta la democracia deben resolverse con inteligencia, sentido de oportunidad y capacidad de involucrar a la sociedad completa en la conservación y perfeccionamiento del sistema.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/alejandro-san-francisco-la-democracia-en-disputa/