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22 de enero, 2020

 

 

 

Orlando Sáenz Rojas
Empresario y escritor


Tres circunstancias explican por qué predecir un desastre del proceso constitucionalista alcanza la categoría de certeza. Primero, porque el clima de polarización social que rodea este proceso nunca ha sido tan alto ni tan enconado. Luego, porque la vara marcada por la actual constitución es demasiado alta. Y finalmente, porque cada vez que se escuchan ideas para incorporar a la futura constitución se adquiere la convicción de que no parece haber nadie que si quiera entienda lo que es una constitución.


En una columna anterior comparé las consecuencias del proceso de promulgación de una nueva constitución impulsado por el gobierno del Presidente Sebastián Piñera con las que puede provocar un disparo que, errado su objetivo intencional, sigue su fatídico curso y, rebotando en las paredes, termina malhiriendo a cualquiera de los presentes. Esta nueva reflexión pretende explicar lógicamente cuál fue el objetivo intencional que tuvo, por qué lo erró y por qué es de temer que sus rebotes dañen gravemente a varios otros actores de la realidad nacional.

El objetivo de la apertura de un proceso constitucional no fue otro que el de aplacar la mal llamada “movilización social”, encauzándola hacia un distractivo proceso de consultas, debates y elecciones cuya declarada intención es la concepción y ratificación de una nueva constitución. Con la típica forma de pensar del mundo político, el anuncio de un proceso constitucionalista tenía que cumplir ese objetivo y, de paso, restaurar el deteriorado prestigio del gobierno y del parlamento, a los que las encuestas otorgan alarmantemente bajos niveles de aprobación ciudadana.

Pero el anuncio no ha producido el efecto buscado por la sencilla razón de que la famosa “protesta social” no es lo que el gobierno y la mayoría de los partidos políticos creen que es. No es la coherente expresión de aspiraciones sensatas y posibles, no es la digna manifestación de una inquietud ciudadana, no es la búsqueda patriótica de un Chile mejor. Si lo fuera, no habría destruido salvajemente como lo hizo, ni habría degradado al país a la categoría de territorio por civilizar. No es otra cosa que una mezcla de masa, lumpen y delincuencia manejada por provocadores profesionales y con poderoso respaldo, y con esa mixtura no se puede razonar porque no está estructurada en el plano racional. Convendría repartir unos cuantos ejemplares de “Masa y Poder” del Premio Nobel Elias Canetti para entender la naturaleza y forma de actuar de esos conglomerados, y seguramente se obtendrían mejores caminos para enfrentarlos que el de cocinar acuerdos políticos entre un gobierno devastado y un parlamento que está más cerca de funcionar como otra masa que como un cuerpo colegiado del que se puede esperar una legislación sensata.

Tras haber establecido el mezquino e inmediatista propósito que se buscó con el inicio de un proceso de cambio constitucional, y de iluminar las razones por la que ese propósito no se logró, corresponde analizar por qué se tiene la certeza de que la prosecución de ese ya inevitable proceso de cambio constitucional será catastrófico para el país y perfectamente comparable con el peligro que conlleva una bala loca. El autor emprende ese análisis con toda la amargura y el desprecio con que ha ya constatado que el más solemne y trascendente rito de una democracia, como es el de consensuar una nueva constitución, haya sido el resultado de un acuerdo politiquero de circunstancia entre un gobierno derrotado y un parlamento que ha perdido su representatividad según confirman todas las encuestas de opinión. Le asiste la seguridad de que la historia será severísima con este gobierno y toda la clase política con él contemporánea, que han lanzado a Chile a un despeñadero nada más que por haber sido incapaces de controlar una asonada populistas que su propia ceguera, debilidad e irresponsabilidad hizo posible.

Pero, al menos, la nueva tarea es fácil porque basta constatar tres circunstancias para comprender por qué predecir un desastre del proceso constitucionalista alcanza la categoría de certeza.

El país tiene derecho a exigir una garantía antes de ponerse en la trayectoria del proyectil a que hemos aludido.

En primer lugar, el clima de polarización social que rodea este proceso nunca ha sido tan alto ni tan enconado en toda la historia republicana de Chile. En un ambiente en que el menor incidente o motivo termina inexorablemente en graves desórdenes, en que no hay día en que no queden impunes nuevos y graves actos de delincuencia, todo ello entregado al nulo control de un gobierno manifiestamente incapaz de garantizar el orden público, es virtualmente imposible esperar un consenso siquiera mínimo sobre un texto constitucional medianamente razonable. Lo sensato es esperar que cada paso del proceso improvisado sea motivo para nuevos y odiosos enfrentamientos.

En segundo término, la vara marcada por la actual constitución es demasiado alta, tanto por su enorme mayoría de ratificación como por lo razonable de sus términos, al punto que ha sido la rectora durante la etapa más exitosa del desarrollo nacional. Cierto es que en su origen tenía cláusulas que creaban un estado dentro del estado para proteger a lo que había sido el gobierno militar, pero todo ello desapareció con las profundas reformas introducidas por los gobiernos de la Concertación, y lo que quedó fue un texto constitucional muy superior a cualquiera que se pueda esperar de un consenso mínimo en las actuales condiciones sociales del país. Todo Chile sabe que el prurito de derogar la actual constitución no es otra cosa que parte de la demonización de todo lo obrado durante el gobierno militar y que nunca se ha escuchado un razonamiento coherente sobre las razones que impedirían pulir la actual constitución por los procedimientos previstos hasta dejar un texto muy superior a cualquier cosa que hoy se podría realistamente esperar del circo diseñado para ello.

En tercer término, cada vez que se escuchan ideas para incorporar a la futura constitución se adquiere la convicción de que no parece haber nadie que si quiera entienda lo que es una constitución.  No es ni un pliego de peticiones ni un contrato colectivo del trabajo, sino que es un texto muy técnico y meditado que combina principios fundamentales con un organigrama del estado. Pareciera creerse que el hecho de incorporar en ese texto derechos sin obligaciones los hará realidad como por arte de magia, y todo ello a cargo de un estado que ya se ha demostrado sobradamente sobrepasado por las que le han echado encima durante largos años de irresponsabilidad legislativa.  En ese ámbito de irrealidad, todo lo que se puede esperar de un texto gestado en cuerpos colegiados improvisados es una colección informe de disparates.

En apenas tres párrafos se ha configurado el riesgo de la bala loca. Y todavía queda la más candente de las dudas: ¿quién va a garantizar la normalidad del proceso diseñado cuando tenemos un gobierno que ni siquiera ha podido controlar el de una prueba de admisión universitaria? El país tiene derecho a exigir una garantía antes de ponerse en la trayectoria del proyectil a que hemos aludido.

Fuente: https://ellibero.cl/opinion/orlando-saenz-la-bala-loca-ii/

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