Carlos Peña
"El caso de 'Lo que el viento se llevó' (sacada de programación por considerarla racista) tiene sus émulos en Chile. Acá también existe la amenaza invisible de un castigo para quien no diga o piense lo que la mayoría (o lo que es peor, una minoría consistente) decreta que es lo único digno de ser dicho o pensado."
Esta semana se supo algo que debiera mover a alarma. HBO decidió sacar de su oferta “Lo que el viento se llevó” y espera reponerla una vez que se la acompañe de una nota pedagógica acerca del racismo. Y el New York Times llegó al extremo de hincarse, golpeándose el pecho ante las audiencias por haber publicado una columna cuyas opiniones eran a contracorriente.
Todas esas decisiones forman parte de lo que suscitó el asesinato de George Floyd; pero ¿es correcto que, como parte de esas reacciones, se disciplinen las expresiones artísticas y el discurso, excluyendo aquello que para ciertos grupos pueda resultar ofensivo o desazonador?
El asunto parece lejano; pero no lo es tanto.
En Chile ya ha habido síntomas de que se está expandiendo la idea que hay ciertas cosas que no se pueden decir por incómodas u ofensivas para ciertos grupos o personas. No hace mucho una conductora de televisión (preocupada ante todo de lo que supone su audiencia) decidió expulsar del set a un entrevistado cuyas opiniones le parecieron indignas de ser oídas; no es raro que en las universidades grupos de alumnos se opongan con fiereza a que un invitado, cuyas opiniones no coinciden con las suyas, exponga o debata; la confesión de Neruda de que había forzado a una mujer mientras era cónsul en Birmania se insinuó como razón para sacarlo del canon poético (también podría haberse esgrimido su elogio a Stalin); las redes sociales se conciertan en un coro de insultos y de tonterías para hacer enmudecer a aquel cuyas opiniones no coinciden con las suyas (suponiendo que muchos de los partícipes de las redes las tengan, claro); cualquier discrepancia con la opinión mayoritaria toma ahora el nombre de negacionismo (ese es el nuevo nombre del pecado); se hizo habitual en las universidades que las asambleas (el virus hasta ahora las impide) amedrentaran y abuchearan hasta someter, a quienes tenían el valor de alzar la mano para oponerse; y hoy se va haciendo costumbre firmar cartas colectivas y declaraciones públicas en protesta por esto o aquello como si el número de los firmantes fuera una garantía de la verdad de lo que aseveran, pretendiendo (al contrario de lo que afirma J. S. Mill en su alegato por la libertad) que la mayoría por el hecho de ser tal tiene de su lado la razón.
El fenómeno no debe ser tomado a la ligera porque esconde la semilla de lo peor que le puede ocurrir a una cultura democrática: que se cierna sobre ella la amenaza invisible de un castigo para quien no diga o piense lo que la mayoría (o lo que es peor, una minoría consistente) decreta que es lo único digno de ser dicho o pensado. Por supuesto hay personas que dicen tonterías o cosas absurdas o defienden herejías (y la mayor parte de las veces se sirven de las redes sociales para hacerlo); pero ello se combate con las armas del razonamiento y el diálogo, no con amenazas o tendiendo un cerco bien pensante para evitar que las digan.
Alguna vez Mario Vargas Llosa se refirió al régimen del PRI como la dictadura perfecta porque se trataba de un régimen de partido único disfrazado con los ritos de la democracia. Ahora quizá haya que hablar de la censura perfecta porque si lo que está ocurriendo se le deja a solas, si nadie se opone, si los intelectuales en vez de enfrentársele, se suman, si por miedo a las redes callan, si los académicos, los periodistas y los políticos miran las redes con el temor de contradecirlas, pronto todo esto logrará el mismo objetivo de la censura propiamente dicha; ahora, sin embargo, envuelta en buenas causas, en causas aparentemente humanitarias que como un cerco invisible van acallando a quienes tienen razones para dudar de todas las causas que los nuevos inquisidores custodian: que la condición de víctima confiere más derechos que perseguir el castigo del culpable en un juicio penal; que la lucha contra los prejuicios de género autoriza la verdad en todas las esferas de la cultura; que la injusticia justifica la violencia que en realidad es una protesta pacífica; que el crimen de un agente del estado autoriza la condena retrospectiva de todo (incluidas, claro está, las estatuas); y que hay quemar o guardar en la bodega Lo que el viento se llevó a pretexto que estimula el racismo, las Palmeras Salvajes de Faulkner con el argumento que sacraliza la violación, Ser y tiempo de Heidegger por su amistad con el nazismo, y Carmen de Bizet porque culmina con un femicidio.
Nada de eso que la censura invisible promueve es sensato.
Más aún es ignorante y estúpido y bárbaro y tonto, y quienes saben que la falta de democracia es peor que la peor de las pestes, quienes creen en la cultura democrática, en el libre debate de ideas y en la libertad de expresión, ni deben agachar la cabeza, ni hincarse, ni dar excusas, ni golpearse el pecho esperando se les redima, ni menos morigerar su punto de vista o enmudecer. En cambio, deben defender el derecho de los ciudadanos a que el espacio público sea un ámbito donde las personas se reconozcan la misma condición de igualdad, se excluya la coacción de cualquier tipo y se estimule el diálogo abierto para que las mejores razones puedan prevalecer.
Fuente: https://www.elmercurio.com/blogs/2020/06/14/79506/La-censura-perfecta.aspx
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