Enero 10, 2020

 

 

 

 

Fernando Villegas


En las decrecientes, desfallecientes y heterogéneas filas de la izquierda, que de sólido, seguro y arrogante bloque pasó a ser turba dispersa y confusa, ya no se habla de socialismo.


Tal vez aun se cuchichea acerca de eso en las catacumbas ideológicas donde moran sus feligreses, pero el llamado a construirlo no se hace público. De promesa ecuménica se convirtió el culto de misterios. En verdad ya no hace llamados a sus filas, no propala ninguna sonora convocatoria a sumarse a la Buena Nueva; tras tantos fracasos, crímenes y miserias su sólo nombre terminó por convertirse en palabra obscena. En el pasado la frecuente invocación y adoración del socialismo, el cual presuntamente y por necesidad histórica salvaría la Humanidad, se ejercía en un territorio tan brumoso como el paraíso cristiano y fue eso lo que hizo posible que varias generaciones repletas de ingenuidad y urgencia por encontrar una vía de salvación personal esperaran un inminente disfrute de felicidades y plenitudes cuando dicho régimen se instaurara, pero la niebla ya se despejó y las vagas siluetas de la promesa pasaron a ser las figuras precisas y nítidas del desastre. La ilusión, entonces, se ha perdido de vista no por falta de luz sino por exceso. No hay en estos días una buenaventura creíble y dotada de entusiasmo; no hay un futuro fraterno que la humanidad vaya a conseguir merced a la benevolencia del partido comunista; en breve, no hay ya un paraíso socialista.

Pero si bien no hay paraíso no deja de haber resentimiento. Aunque se haya disipado el entusiasmo aun sobra el odio. Se esfumó la ilusoria meta por alcanzar, pero hay realidades presentes y tangibles por destruir. Los resortes espirituales que empujaron y empujan a esos creyentes a redimirse no cambiándose a sí mismos sino demoliendo el mundo no han dejado de existir por el hecho de que la promesa se desplomara. El creyente socialista puede dudar de la existencia del paraíso que se le prometía, pero su furor contra la sociedad que lo rodea siguen siendo indudable. El Cielo o no puede alcanzarse todavía o quizás hasta no exista, pero ese mundo inicuo que nos ha negado sus bienes, nos ha arrinconado, en el cual hemos sido derrotados, en el que somos perdedores, este mundo donde otros y no nosotros gozan las cosas buenas de la vida, este mundo sí está al alcance de la mano o aún mejor, del puño.

Y desde luego está el recurso de las reinterpretaciones.  Las sectas que han anunciado el acabo de mundo no desaparecen por el simple y vulgar hecho de que el apocalipsis no se produzca, sino sencillamente reconocen errores de cálculo y postulan una nueva fecha. Es un ejercicio sencillo y suele dar resultados, pero cuando se desploma no una predicción puntual que puede rehacerse en una hoja del calendario sino un entero sistema ideológico, la tarea se hace más difícil.

La izquierda aun no lo ha logrado. Carece de un nuevo sistema de predicciones y exhortaciones. Chapalea en un mar de los Sargazos que no la deja ir a ninguna parte. Ahí flota inerte, inmóvil, aferrándose a fragmentos de la doctrina que naufragó, a abstracciones sueltas que quedaron a mano luego del hundimiento, a pedazos de alguna agenda del pasado, sosteniéndose en aspiraciones sentimentales hacia la fraternidad y el amor universal -que de hecho trasmuta sólo verbalmente odios paridos de los incumbentes–, a medidas puntuales sembradas en agendas programáticas despojadas de contexto, a movimientos -el feminismo es un ejemplo– que les parecen populares y posibles de ser usados y a fantasías juveniles antes repudiadas y ahora adoptadas porque ayudan a mantenerse a flote. Sobre todo se apoyan en el salvavidas que nunca les ha fallado, el de la explotación del resentimiento de los de abajo.

Sin embargo el acto de flotar en un salvavidas no basta. Con él no se puede navegar a ninguna parte. El resentimiento y su debida movilización es suficiente  para detonar una revuelta, organizar una insurrección, celebrar una funa, darle camotera a alguien, llenar una avenida, copar los medios de comunicación, asustar a muchos y amenazar a todos creando una ilusoria sensación de poder e inevitabilidad histórica, pero no basta para convocar a una tarea, construir un nuevo mundo y ofrecer alternativas de verdad. La izquierda, hoy rebautizada como “progresismo”, sólo posee recursos para ejercer violencia física e institucional, para una acción demoledora, pero no para construir ninguna cosa. Terminada la fase de la “retro excavadora” se quedan sin nada que ofrecer salvo más de lo mismo, más asonadas, revueltas, ataques, motines, insurrecciones, incendios, saqueos y  agresiones.

Lo intentan, claro está. Pretenden convencer, pero, ¿cómo? Para esos efectos sólo tienen a mano los fragmentos del naufragio. Además compiten con otras “ofertas” porque en tiempos de insurrección y descalabro salen a la superficie todas las borras emocionales e intelectuales que en épocas de normalidad constituyen el légamo de la sociedad, su oscuro fondo, las infinitas variantes de la rabia disfrazadas de idealismo amen de innumerables fantasías ideológicas de muy pobre confección. Las misas negras de todas ellas se celebran, en dichos tiempos normales, en ámbitos privados o secretos, en peñas, sectas, fraternidades, sobremesas, grupúsculos y sótanos. Son legión pero clandestinas y poco o nada se sabe de ellas. Su única y gran oportunidad de hacerse públicas es cuando se produce el quiebre del orden social y entonces, derribadas las barreras del sentido común y la institucionalidad, dichas expectoraciones intelectuales y emocionales salen a la luz, ocupan la calle y pretenden validez universal. En tiempos de revuelta cada fantasía, cada hervor emocional, cada doctrina al pedo, cada agenda de cada grupo hace propicia la ocasión para intentar moldear el mundo total o siquiera parcialmente a su imagen y semejanza y por eso hoy vemos asomar cabeza y vociferar sus principios y pretender obediencia a sectas gastronómicas, animalistas, nihilistas, anarquistas, izquierdistas, progresistas, feministas, étnicas, de identidad de género, escolares en busca de la eliminación de las exigencias, universitarios en prosecución de la titulación automática, endeudados en procura de perdonazos, presuntas víctimas exigiendo reparación, etc, etc.

Hay sectores algo menos extremos, algo más moderados, algo más sensatos y algo asustados también que ofrecen otra cosa. Su oferta es más articulada, más plausible, aparentemente más realista y tranquilizadora que las de aquellos incontables grupos y sectas que se han tomado el escenario público. Se inicia con una narrativa: “todo lo que ha sucedido”, nos dicen, “todas las lamentables violencias y agravios que han ocurrido, eran necesarias porque sin violencia nada cambia, pero los daños se repararán y emergerá una sociedad donde el capital seguirá siendo el motor, porque ya nadie cree en el socialismo, pero habrán áreas de control del Estado para asegurar el bienestar de los ciudadanos o en otras palabras, se seguirá el modelo socialista escandinavo…”

Es un relato de ciencia ficción basado menos en ciencia que en ficciones. En primer lugar no hay ni nunca ha habido un “socialismo escandinavo”. Lo que hay o más bien ha habido son estados capitalistas lo suficientemente ricos y con poblaciones lo suficientemente pequeñas para que el Estado, disponiendo de recursos, pueda repartir beneficios en la forma de más y mejores servicios. Eso no es socialismo ni escandinavo ni de ninguna otra parte o estilo, sino capitalismo con un excelente departamento de Relaciones Públicas.

En segundo lugar los que proponen con optimismo las llamadas “áreas de control “ o intervención principal y masiva del Estado asumen gratuitamente de que disponemos de un Estado AL MENOS tan eficiente como una empresa privada, a la que obliga a ser eficiente la supervivencia. No es así. El Estado no es una entelequia abstracta de rendimiento mínimo garantizado sino una organización cuya eficacia depende de la cultura en la cual emerge, del nivel de profesionalismo, honestidad y diligencia promedio de la población, de prácticas asentadas de honestidad, en fin, de factores históricos particulares, no de principios generales. El Estado, entonces, no es una panacea universal. El Estado bien puede ser, como a menudo y en verdad casi siempre ha sido, una organización en extremo ineficiente, una máquina de exacción, una distribuidora de prebendas, un organismo parasitario, una oficina electoral o la simple guardia pretoriana del autócrata.

En el caso de Chile, ¿es la nuestra una sociedad que garantice mínimos de eficiencia, honestidad, profesionalismo y servicio por parte del aparato del Estado? ¿Es esa nuestra experiencia? ¿Son nuestras instituciones públicas dechados de decencia?  No, no lo son y por tanto el modelo en apariencia plausible que ofrecen y prometen dichos moderados es una fantasía piadosa, un deseo jamás cumplido, el sueño del pibe. Aun cuando ese “modelo” no lleve directamente al socialismo, sí lleva a la ruina que es consustancial con el socialismo. Aunque no hable de socialismo esas “terceras vías” llevan tarde o temprano al descalabro económico y  a la opresión cultural de las masas y sus “vanguardias”, manadas de arrogantes intelectuales de tercera fila. ¿Qué importa entonces que no se “hable” de socialismo si llegamos a similares resultados?

La izquierda no tiene nada que ofrecer en ninguno de sus sabores. Nunca lo tuvo. No ha tenido sino promesas que como las del Paraíso cristiano jamás han podido ser comprobadas, aunque al menos el paraíso cristiano no se convierte, como el del socialismo, en el infierno.

Fuente: https://elvillegas.cl/2020/01/10/paraiso-socialista/

.