14 de febrero de 2020

 

 

 

 

Lucía Santa Cruz 


Solíamos entretenernos en un juego en que tratábamos de identificar, hoy, cuáles serían los sucesos que mañana los historiadores iban a identificar como hitos o puntos de inflexión del acontecer. Es un juego en que nadie gana ni nadie pierde, porque hay que esperar muchos años para comprobar el resultado; tampoco será jamás un resultado unívoco, porque siempre habrá diversas interpretaciones y valoraciones de los hechos del pasado. Finalmente, tampoco será entonces un resultado inamovible, porque surgirán nuevas preguntas, nuevas evidencias, nuevas metodologías; y la historia se reinterpretará, una y otra vez, y los hechos se ponderarán de una y cien formas diferentes.

Pues bien, ¿cuáles serán los eventos que marcarán la interpretación historiográfica de la crisis actual, esa que yo me resisto a llamar 'estallido social' y reconozco mejor en el concepto de insurrección? Ciertamente, en todo recuento habrá mucho énfasis en la introducción gradual, pero persistente, del uso de la violencia, y en su legitimación como forma de protesta o para lograr objetivos específicos. Habrá referencias a una Araucanía abandonada a su suerte por muchos años, y a sus víctimas indefensas y dejadas a la intemperie; a la existencia de barrios completos a los cuales la policía no puede entrar, y que operan, por lo tanto, al margen de la ley y de la autoridad, entregados a manos de narcotraficantes. Figurará también, en cualquier análisis, lo ocurrido en el Instituto Nacional y la forma en que 'la luz de la nación', el espacio privilegiado para generar movilidad social y renovar élites meritocráticas, se fue transformando en un lugar de enfrentamientos entre overoles blancos, con bombas molotov, y carabineros inermes e impotentes para actuar. Y, claro, los atentados terroristas al metro del 18 de octubre, y la marcha de protesta del 25, aparecerán como datos importantes. Los historiadores más analíticos seguramente percibirán que lo nuevo, lo radical, lo distinto, no fue la movilización social, que ya tenía antecedentes anteriores semejantes, aunque menos masivos, sino que el uso de una violencia altamente sofisticada, coordinada, organizada y simultánea en los ataques. Más aún, el hecho de que detrás de estos movimientos radicalizados no había meramente reivindicaciones sociales, sino un claro objetivo político, que no era otro que la destitución del Presidente de la República.

Para mí, sin embargo, el evento más importante, más radical y sustantivo de la crisis, aunque indebidamente, ha pasado desapercibido y ocurrió el 12 de noviembre, el día más violento hasta hoy, cuando estuvimos al borde del abismo, hasta que el Presidente Piñera optó por intentar una salida pacífica, por medio de un acuerdo político. Esa mañana, todos los partidos de oposición, desde el Comunista a la Democracia Cristiana, habían firmado una declaración pública a favor de una Asamblea Constituyente, afirmando que 'la ciudadanía movilizada', la calle (no los electores que conforman la ciudadanía tradicional), había 'corrido el cerco de lo posible' y que requeríamos una nueva Constitución 'emanada' de esa misma 'ciudadanía movilizada' para 'establecer un nuevo modelo político, económico y social' y que 'el proceso constituyente ya estaba establecido por la vía de los hechos'.

En suma, la soberanía popular ya no residía en la Nación, sino en aquellos que se movilizan violentamente, y los problemas no se resuelven por medio de la deliberación democrática, sino por la vía de los hechos consumados. Y de aquella declaración, lapidaria para la democracia, porque significa una transformación sustancial de las estructuras de poder y el abandono, por parte del Congreso, de su responsabilidad a manos de los manifestantes en la calle, ha nacido el actual proceso constituyente.

 

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de Libertad y Desarrollo, publicada en El Mercurio.- 

Fuente: https://lyd.org/opinion/2020/02/12-de-noviembre-de-2019/

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