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5 de Marzo de 2017

  

La Presidenta Bachelet reconoció que enfrenta el último año de su gobierno con “una economía que no está con el dinamismo que quisiéramos, ha estado lenta”. Los números recientes no sólo ratifican los dichos de la mandataria, sino que también confirman una tendencia que se ha prolongado ya por mucho tiempo.

El INE informó en el mes de enero una caída en doce meses del 1,1% y 1,9% respectivamente, para la producción manufacturera y minera. La posibilidad de crecer un 2%, durante este año, empieza a parecer optimista y la economía muestra una debilidad que no es solo coyuntural, como a veces parece indicar la autoridad, al destacar efectos puntuales, como el impacto de los incendios del verano o la huelga en la minera Escondida. El empleo del trimestre móvil noviembre 2016 – enero 2017, entregado esta semana por el mismo Instituto, ayuda a aquilatar la magnitud y el impacto de la lentitud de la economía que la misma autoridad reconoce.

La Presidenta prometió crear 650 mil empleos, de buena calidad. A esta fecha solo se han generado 315 mil y más de la mitad son empleos por cuenta propia. Más de 1 millón 700 mil personas, el 21% del total, está hoy en esa categoría. En los últimos doce meses se perdieron 68 mil empleos asalariados. Más aún, basta que una persona declare haber trabajado más de una hora en la última semana para que se considere como trabajando. En las cifras del último trimestre  se reportan 608 mil personas que informan trabajar menos de 15 horas semanales.

Esta realidad está lejos de ser algo intrínseco a la economía chilena. Durante el gobierno anterior, se crearon alrededor de 1 millón de puestos de trabajo y más del 70% de ellos consistió en empleos formales asalariados.

Lo que hoy vivimos no es algo que el mundo exterior nos imponga. Como el Presidente saliente del Banco Central destacó recientemente, la debilidad de nuestra economía no puede asignarse solo a factores externos. Haríamos bien en revisar nuestras propias decisiones.

Sin embargo, a pesar de reconocer el débil avance del país, la Presidenta no intenta hacer nada para corregirlo. Incluso indicó como prioridad, para su último año, consolidar las reformas, responsables en gran parte de nuestras dificultades. Más aún, insiste en impulsar una reforma constitucional, cuyo contenido no aclara y que sin duda aumenta la incertidumbre. A ello se suma el sinnúmero de áreas cuya certeza se ve amenazada, donde el sistema de Ahorro Previsional parece ser la presa predilecta de algunos. Por su parte, los efectos de las nuevas normas laborales, que favorecen al monopolio sindical, recién se comenzarán a sentir en los próximos meses. La agonía del antaño pujante sector educacional, sector que por primera vez y en muy poco tiempo dio cobertura y esperanzas a grupos de la sociedad postergados desde siempre, garantiza que se detenga el proceso de avance en la igualdad de oportunidades que había experimentado el país.

Si analizamos la historia del mundo, constatamos que lograr que un país se estanque o retroceda es fácil y muchos lo consiguen. Progresar, en cambio, es difícil y privilegio de unos pocos. Chile dio un salto hacia adelante como nunca en su historia. Personas capaces estuvieron dispuestas a participar del proceso político y distintos sectores actuaron por un largo tiempo con armonía, sentido común y realismo.

La visión transformadora que ilumina a la Presidenta –a quien parece no importarle que el progreso se detenga ya que sabiendo que ello sucede no intenta corregir el rumbo- puede poner punto final al ciclo virtuoso de nuestra sociedad, justo cuando se la veía escapar del drama latinoamericano, donde la esperanza termina siempre en decepción. De ser así, su último año sería también el final de una época excepcional para Chile y su regreso a la normalidad propia del continente.

Es cierto que este es un año electoral y es posible corregir el rumbo. Pero se debe tener claro que, si la prioridad del Gobierno no está en el progreso, sí está en lo que han denominado un “cambio en la estructura de poder” de la sociedad. Sus esfuerzos han estado dirigidos a lograr ese propósito. Los regímenes comunistas tienen la misma prioridad y Chávez y Kichner buscaban lo mismo en sus países. El desprestigio y la persecución, a empresarios y políticos sensatos, es parte de esa estrategia y a ello deberán enfrentarse quienes tengan la valentía de asumir como tarea el evitar que este año sea efectivamente el fin del paréntesis de nuestro avance y quieran transformar el 2017 en un punto de inflexión para un nuevo salto al progreso.

Es paradojal que, mientras Chile se enfrenta a esta disyuntiva, la economía mundial se recupera. Más aún, podría no solo ser una recuperación coyuntural, sino que es posible que se pueda romper el cepo de lo “Políticamente Correcto”- esto es, capitalismo injusto que daña a los pobres versus Estado bondadoso y sabio, en el que estamos atrapados. Esta idea se instaló con fuerza en el mundo a partir del 2008 y atreverse a discrepar de ella acarrea graves consecuencias, ya sea a través de epítetos despectivos o injuriosos o directamente con manifestaciones de violencia. La heterodoxia del Presidente Trump y su manejo de los medios de prensa, moderado por un Partido Republicano que controla el Congreso, pueden lograrlo. Si es así, veremos políticas tributarias que se extenderán por el mundo favoreciendo la inversión y el empleo y un marco regulatorio menos asfixiante y facilitador de la innovación. La reacción favorable de los mercados cuando esa simbiosis parece concretarse, como ocurrió luego del discurso del martes pasado de Trump ante el Congreso pleno, indican que esa esperanza puede ser una realidad.

Ya Chile perdió, en el pasado, oportunidades cuando el mundo avanzaba a pasos acelerados. Este último año del gobierno será decisivo para saber si puede ocurrir de nuevo.

Columna de Hernán Buchi publicada en El Mercurio.-