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Gonzalo Ibáñez Santamaría  

 

La ola de violencia que nos azota apunta, según dicen sus actores, muchos de ellos jóvenes de colegios y universidades, a terminar con las “irritantes” desigualdades que existirían entre unos chilenos y otros y, además entre otras demandas, exigen una mejor salud, una mejor educación, ambas gratuitas, mejores pensiones y mejores salarios. Y, como guinda de la torta, una nueva constitución que haga posible estos sueños.

Ha quedado, con todo, a la vista la enorme desproporción entre estas demandas “sociales” y los métodos para obtener su satisfacción. Ello, hasta el punto que es imposible creer en el cuento de que estas demandas son lo más importante que hay detrás de las movilizaciones de estos días y del vandalismo que en ellas juega un papel protagónico. Es cierto, muchas personas se han movilizado en la ingenua creencia que lo que ellos reclaman es lo fundamental, pero en realidad no han hecho sino dar cobertura a actos de impresionante brutalidad.

Que el objetivo de estos disturbios no es precisamente la suerte de los más pobres lo demuestra el hecho que los daños y destrozos causados afectan precisamente la suerte de esos pobres. La destrucción del Metro o el saqueo de supermercados y centros comerciales, no nos engañemos, provocan ya a sectores modestos de nuestra población una merma sustantiva en su calidad de vida. Y, en definitiva, se calcula que se perderán 300.000 empleos, en su mayoría, de esa misma gente. Hoy, los pobres lo son mucho más que hace un mes y, destruyendo al país, lo único que resulta es una mayor pobreza para todos, que llega a ser dramática en casos que ya son numerosos.

Detrás de la violencia que sufrimos hay algo muy distinto. Ella sólo puede ser explicada por un odio visceral a Chile. Odio a ese Chile que hace 46 años propinó al marxismo una derrota que bloqueó su intento de conquistar todo este continente americano a partir de Cuba. Y que así le abrió un flanco al comunismo internacional que, sin duda, influyó decisivamente en su colapso de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín. Odio a este Chile de hoy, país de éxito: el crecimiento económico ha sido sostenido y su distribución, aunque tal vez no perfecta, ha llevado mucho progreso a grupos muy mayoritarios de la población. De hecho, los bienes y servicios de los que dispone la inmensa mayoría de la población muestran cuán sesgada y equivocada es la visión sobre la que trata de justificarse esa violencia.

Odio en fin porque, por lo mismo, Chile se ha convertido, dentro de nuestro continente, en un ejemplo que, de ser seguido, terminará con la vigencia de las doctrinas socialistas y marxistas. Es, de hecho, lo que ha estado sucediendo cuando quienes han debido emigrar de sus países de origen, porque en ellos no encuentran futuro a sus vidas, han elegido el nuestro como su destino favorito.

Hoy, ese odio ha reventado de la mano de generaciones que no vivieron el pasado y que han sido pasto de cuanta mentira se ha dicho de él, y no sólo del que comienza en 1973. Ahí están para demostrarlo los atentados sufridos por los monumentos de los principales héroes de nuestra historia. De ese Chile, sobre todo del que una y otra vez batió al marxismo y a sus derivados, no puede quedar ni rastro. Esa es la consigna de la violencia.

Pero, precisamente, todo ese pasado de esfuerzo, de creatividad, de disciplina ahí está para que de él extraigamos las lecciones y las fuerzas que necesitamos para superar esta emergencia y relegarla de una vez por todas al cajón de los malos recuerdos. Ese pasado no lo podrán borrar. Está escrito de una vez para siempre.

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