Cristián Labbé Galilea


En estos días me he preguntado si existirá en la historia un caso parecido al del Chile presente, donde una revolución que parecía imparable -marcada por violencia y destrucción- se hubiera visto abruptamente “cancelada”, que de un día para otro literalmente “se esfumara”.

Sorpresiva y sorprendentemente, justo cuando todo parecía que iba “viento en popa”: habíamos entrado en una vertiginosa espiral revolucionaria que buscaba “tirar por la borda” lo logrado, política, económica y socialmente, y que planteaba, ni más ni menos, refundar la institucionalidad para crear un nuevo orden político, partiendo de una “hoja en blanco”.

El orden, la seguridad, el derecho y la autoridad habían sido superados. El país estaba en manos de “la calle” y de una “primera línea” cuya violencia no daba tregua. Sin importarles a quien afectaban, destruían lo que se le pusiera por delante: iglesias, bibliotecas, transporte, supermercados, comercio… El fuego y la piedra eran las armas de esa pacífica revolución.

Desde las sombras, sus instigadores sacaban dividendos por angas o por mangas de todo lo que ocurría y, con esa soberbia propia de la izquierda y su dogmatismo “científico” acerca de la evolución inexorable de la Historia, sostenían que “la revolución era irreversible”, que el país había despertado y que nada sería igual a lo hasta aquí vivido.

Por su parte, los sectores partidarios de la sociedad libre, hoy en el gobierno, mostrando un nulo criterio político estratégico y una ingenuidad rayana en la bobería, “bailaban al ritmo de la izquierda”: se silenciaron en los temas de fondo, como el ordenamiento institucional y su legitimidad, y por si eso no bastara, traicionaron sus principios, sus valores y, más grave todavía, a sus electores.

En fin, el país estaba a la deriva; el gobierno parecía tener sus días contados, las instituciones absolutamente anuladas no eran capaces de nada… Nos esperaba a corto plazo un plebiscito, una asamblea constituyente y varios años de inestabilidad política, económica y social.

Desafiante, la izquierda se jactaba con arrogancia de que llegaría hasta las últimas consecuencias. La revolución era “sin miedo”, había que hacer frente a la historia, al orden, al sentido común… y a cuanto se les interpusiera en su camino.

No es mi ánimo mofarme de esos instigadores y promotores, ni de su “valentía sin miedo”, sino solo desenmascarar “héroes de papel” que, a la primera de cambio, “se acobardaron” hasta el pánico ante un insignificante e invisible enemigo advirtiéndoles que eran iguales a todos no más, y que, por ende… se podían morir.

De ahí para adelante todo cambió: volvió la autoridad, el gobierno recuperó su protagonismo, las instituciones fortalecieron sus roles, y -paradójicamente como siempre ha sido- con toque de queda y con los militares en la calle, se restableció el orden republicano…

Sin encontrar en la historia otro ejemplo de un caso similar, concluyo que lo nuestro es un caso único y que, así como la peste derrotó a la revolución, ahora nos corresponde aislar a “la vieja empadronadora” (como Gabriela Mistral llama a la muerte) y prepararnos para la “desolación” económica, social y política que vamos a enfrentar después de derrotar al antídoto antirrevolucionario…. ¡El virus chino!

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